La agricultura viajera
El 12 de octubre, Día de la Hispanidad, hace reflexionar a Sánchez Ron sobre los alimentos que se intercambiaron durante el descubrimiento
14 octubre, 2019 07:14Este sábado, 12 de octubre, se celebra la llegada de Cristóbal Colón en 1492 a la isla americana de Guanahani, en lo que ahora conocemos como archipiélago de las Bahamas, a la que el navegante denominó, con buenos motivos, San Salvador. En el año en el que se está recordando el quinientos aniversario de la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano podría ser apropiado utilizar estas páginas para tratar de los viajes marítimos que españoles y portugueses realizaron en los siglos XV y XVI. Sin embargo, no voy a hacer esto, sino que me centraré en una de las consecuencias del descubrimiento de América, la que se relaciona con un apartado particularmente importante para la vida, como es la alimentación.
Además de ser la Fiesta Nacional de España, al 12 de octubre también se le denomina Día de la Hispanidad. No voy a decir que no existan argumentos para ello, pero acaso la denominación ponga énfasis en la vertiente española de aquella histórica empresa. Cierto, España dio mucho al Nuevo Mundo pero también recibió no poco de él. Y no estoy pensando ahora en riquezas como el oro o la plata, metales preciosos cuyo flujo hacia la península influyó poderosamente en las políticas de la Corona y en sectores diversos de la sociedad española, hasta el punto de que se puede decir que la historia de España habría sido otra, no necesariamente peor, si el descubrimiento del continente trasatlántico lo hubiera realizado otra nación. A veces, acontecimientos que se inscriben con letras de oro en la historia universal, que constituyen motivo de legítimo orgullo, acarrean consecuencias sobre las que durante siglos se debate si fueron positivas o negativas.
Los alimentos de América se instalaron en nuestras cocinas, en los catálogos botánicos y también en nuestros idiomas
Como he apuntado, de lo que quiero tratar es de la comida, algo que nos une a todos los humanos. Y es que una de las consecuencias más importantes (para España y Europa) del descubrimiento de América fue el hallazgo en tierras americanas de productos naturales como la patata, el tomate, el maíz, la coca, el aguacate, el cacahuete, el cacao, la guayaba, el tabaco o la yuca, que terminaron llegando a España y al resto de Europa. Estos alimentos se instalaron en nuestras cocinas –y subsidiariamente en nuestros estómagos–, en los catálogos botánicos y también en nuestros idiomas, pues todo lo que existe debe ser nombrado. Bastarán unos pocos ejemplos para mostrar el origen americano de términos tan familiares para los castellanohablantes como cacahuete, que procede del náhuatl cacáhuatl, maíz (del taíno, mahís) o tomate (del náhuatl, tomatl). No solo fueron, evidentemente, plantas (o árboles, como el del caucho o el de la quina) las únicas entidades vivas descubiertas en América, también lo fueron animales: caimanes, cóndores, guacamayos, llamas, iguanas, pumas, tucanes o vicuñas, cuyos nombres castellanos delatan sus orígenes; tucán, del tupí-guaraní, tuká, tukana, vicuña, del quechua, vicunna…
He escrito antes ‘patata’, y en este punto me viene a la memoria un poema de Pablo Neruda, que no es necesario explicar: Oda a la papa, cuyos primeros versos rezan: “Papa / te llamas / papa / y no patata, / no naciste castellana: / eres oscura / como / nuestra piel, / somos americanos, / papa, / somos indios”.
Si el Viejo Mundo recibió semejantes regalos, al Nuevo llegaron otros no menos valiosos. A la cabeza de ellos el trigo, pero también la cebada, el arroz o legumbres como garbanzos, lentejas y habas. Hasta la llegada de los españoles, la yuca desempeñaba un papel muy importante en la dieta de los habitantes de las Antillas y de las zonas tropicales, semejante al maíz en Mesoamérica. En el diario de su primer viaje, Colón se refirió a unas raíces que eran labradas en las islas y de las que hacían su pan los indios. Era la yuca, “el pan de los indios”. Se podría hablar de La agricultura viajera, imitando el título de un, ya algo viejo, libro editado en 1990. El ejemplo del trigo –el cereal originario del Creciente Fértil, el bíblico paraje entre el Tigris y el Éufrates, donde nació silvestre– ofrece aspectos varios. Se estima que en el siglo XVI era el vegetal más utilizado en la alimentación de los europeos. No sorprende que pronto se quisiese introducir en América, entre otras razones porque los colonos-conquistadores lo echaban de menos (Colón lo llevó en su segundo viaje). No fue fácil lograrlo (más difícil aún fue con, entre otros, los olivos), ni tampoco vencer la muy razonable resistencia de los indígenas cuando el trigo y otros vegetales arrebataban tierras al maíz o la yuca.
La historia, las diferentes historias de “la agricultura viajera” constituyen un apasionante capítulo de la historia universal, que la ciencia está descifrando en la actualidad, cuando se dispone del muy precioso instrumento que es la genética. ¿Cómo es que existían unas plantas en unos continentes y no en otros? ¿Qué caminos siguieron desde el estado silvestre en que aparecieron al cultivado? A algunas de estas cuestiones está dedicado un libro recientemente publicado, Cenando con Darwin. Tras las huellas de la evolución en nuestros alimentos (Crítica), de Jonathan Silvertown. En él se desentraña, por ejemplo, la historia genética –de unos 12.000 años de antigüedad– del trigo, del que en la actualidad existen miles de variedades, la mayoría de ellas dedicadas a la fabricación de pan. O se explica que se ha sabido –gracias a datos procedentes de un yacimiento arqueológico– que hace 8.000 años los pobladores del valle de Nanchoc, en las laderas bajas occidentales de los Andes peruanos, comían cacahuetes, calabazas, frijoles y yuca, hechos de los que se concluye que la agricultura estaba extendida en Sudamérica aproximadamente al mismo tiempo que se estableció en el Creciente Fértil.
Empecé con una celebración y termino sumergiéndome en un pasado remoto. Y es que la historia de la humanidad es como un rompecabezas multidimensional.