¿A qué científico le hubiera gustado conocer?
Quienes sigan estas páginas semanales sabrán de mi admiración por Isaac Newton (1642-1727), el científico incomparable que dejó huella imperecedera en la física y la matemática gracias a su libro Principios matemáticos de la filosofía natural (1687) y a la invención del cálculo infinitesimal. Le considero la mente más poderosa que tiene constancia la historia, lo que, obviamente, no significa que no hayan existido otras personas con mayor poderío intelectual pero que por motivos múltiples (educación, situación personal, sexo…) no pudieron desarrollar sus capacidades.
He vuelto a pensar en Newton por varias razones. La más poderosa se debe a la lectura de una entretenida novela que, siguiendo una tendencia bastante frecuente en la actualidad –utilizar personajes históricos–, lo tiene como uno de sus protagonistas: Materia oscura (Salamandra, 2020), de Philip Kerr. El escenario y el tiempo en los que transcurre la historia es el de la época –a partir de 1696– en la que Newton abandonó su cátedra de la Universidad de Cambridge aceptando el puesto de Warden del Mint; esto es “Guardián”, o “Administrador”, de la Casa de la Moneda inglesa, lo que implicaba trasladarse a vivir en Londres y, por supuesto, magníficas retribuciones.
No mucho después, en febrero de 1700, Newton ascendía pasando a ser el Master (“Director”), el puesto supremo del Mint. Se trataba de una sinecura, pero una que entrañaba complicadas obligaciones: desde el principio de su vinculación al Mint Newton se vio implicado en uno de los episodios más dramáticos de la economía británica de la época, una reacuñación, tarea en la que se sumergió con la energía y la habilidad habituales en él.
Me hubiese gustado acompañar a Galileo aquella fría noche de diciembre de 1609 en la que avistó cuatro lunas que giraban en torno a Júpiter
La sede del Mint era la célebre Torre de Londres, circunstancia que Kerr utiliza basándose en una buena información histórica, añadiendo atractivo a la trama, en la que Newton aparece como una especie de Sherlock Holmes. Una persona dotada de poderes extraordinarios de observación y razonamiento lógico, con los cuales puede resolver los crímenes que como en casi toda novela policiaca suceden. Al sumergirme en los escenarios y personajes que recorre esta historia (aparecen otros con los que también estoy familiarizado) me he vuelto a hacer un par de esas preguntas que a veces nos planteamos, o nos las plantean otros: ¿qué personaje histórico me hubiera gustado conocer? y ¿en qué época del pasado vivir?
Sobre el personaje, les diré que no es Newton, por mucha que sea mi admiración y pese a que sería interesante conocer su mundo. Fue un hombre con una personalidad que no me atrae en absoluto: suspicaz, vengativo, obsesionado por la religión –temeroso de su solitario Dios (era arriano y no creía en la Trinidad, él, un distinguido miembro del Trinity College, el Colegio de la Trinidad)–, así como extremadamente celoso de sus logros, se necesitó todo el poder de convicción –y la paciencia y, por cierto, también el dinero, pues pagó la edición de su bolsillo– de Edmund Halley para que comenzase y terminara de escribir el libro antes mencionado.
Tampoco sería Albert Einstein, otro de mis dioses laicos de la ciencia. Sé demasiado de él y me sorprendería poco. Ni, por razones parecidas, Darwin, el último de mi exclusiva Trinidad científica. Sí me gustaría haber conocido a Galileo (1564-1642). Acompañarlo –y que me contase lo que sintió– aquella fría noche del 28 de diciembre de 1609 en que avistó con su rudimentario telescopio cuatro diminutas lunas que giraban en torno a Júpiter y que él, deseoso de ganar los favores de los Medici, bautizó como “estrellas mediceas” (hoy las conocemos como Ío, Europa, Ganimedes y Calixto), o cuando contempló la Luna como nadie antes que él lo había hecho: “imperfecta”, esto es, con montañas y cráteres, no con la impoluta y perfecta redondez que pensaban los aristotélicos. Compartir sus dudas, y “cálculos políticos”, acerca de si debía arriesgarse y publicar el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano, que tantas creencias arcanas violentaba. Lo hizo en 1632; regalo inconmensurable a la humanidad.
Discutir con él si debía arriesgarse e ir a Roma para defenderse de las acusaciones de índole religiosa que se le hacían por ese libro. Idiota él, que abandonó la seguridad de la República de Venecia y confiado –¡idiota, más que idiota, a quién se le ocurre confiar en un político, por más que este se disfrazara de religioso!– en la racionalidad del nuevo Papa, Urbano III, otrora su amigo, marchó a la capital del Papado para ser finalmente juzgado allí por la Inquisición y sucumbir a la humillación de declararse arrepentido de haber defendido que la Tierra gira en torno al Sol. El tormento y la cárcel eran la alternativa. No hay lectura más triste que la del texto de la declaración que firmó para exculparse; de haberse visto obligado a mentir: “Yo, Galileo Galilei […] de setenta años de edad, juzgado personalmente por este tribunal, y arrodillado ante Vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales, Inquisidores Generales de la República Cristiana contra las depravaciones heréticas [adjuro de] la falsa opinión de que el Sol es el centro inmóvil del universo, y que la Tierra no es el centro del universo y se mueve…”. Me gusta también imaginar que le habría acompañado alguna vez, que habría escuchado sus reflexiones postreras, en su enclaustramiento obligado por la “gracia” de la Inquisición en su villa de Arcetri, cuando ya sus ojos apenas recibían luz, y donde falleció.
¡Ah!, y no se me olvida que no he respondido a la cuestión de en qué época y lugar me hubiera gustado vivir. Lo haré próximamente...