Todas las caras de la ciencia
El académico José Manuel Sánchez Ron recuerda los grandes hitos científicos ante la Noche Europea de los Investigadores, que se celebra este viernes 24
24 septiembre, 2021 09:00Como en años anteriores se celebra la Noche Europea de los Investigadores, una buena excusa para acercar la ciencia a la sociedad. No creo que a estas alturas del siglo XXI existan muchas personas que ignoren que la ciencia es una actividad en constante movimiento, que fluye adquiriendo nuevos conocimientos sobre el comportamiento y contenido de la naturaleza.
Aturdidos por el número de nuevos resultados que se producen continuamente, es posible que haya quienes no se den cuenta de que su relación –la de prácticamente todos, salvo aquellos, desgraciadamente no pocos, sumidos en la pobreza y el desamparo– con la ciencia y su hermana, la tecnología, es más intensa de lo que ha sido en cualquier época del pasado. Probablemente quienes a lo largo del siglo XIX asistieron al nacimiento de la telegrafía transoceánica, de la electricidad que alumbraba calles y casas o del teléfono, eran más conscientes del impacto en sus vidas de la nueva ciencia-técnica, pero en modo alguno las máquinas con las que se relacionaban, o los tratamientos médicos de los que se beneficiaban, estaban tan presentes como sucede ahora.
La investigación es un esfuerzo de legiones de científicos, muchos haciendo pequeñas aportaciones sin gran reconocimiento. A ellos deseo recordar y celebrar en esta Noche
Sin embargo, no obstante la familiaridad que la mayor parte de la sociedad pueda tener de la ciencia, tal vez no esté al tanto de lo que realmente significa el verbo “investigar” que da nombre, “investigadores”, a quienes practican este exigente arte. Para remediar esta posible carencia, ofreceré algunos ejemplos.
Investigar es una actividad con muchas caras.
En principio se deben diferenciar dos apartados: el de la observación y experimentación, y el de la elaboración teórica. Pero ambos están relacionados, algo que se puede comprender fácilmente con las aportaciones de dos científicos particularmente conocidos: Charles Darwin y Albert Einstein. De Darwin (y de Alfred Wallace) seleccionaré su teoría de la evolución de las especies, “una de las más grandes ideas, o la más grande, que jamás se le haya ocurrido a la mente humana”, según Richard Dawkins (La ciencia en el alma, Espasa 2019). El punto de partida, tanto de Darwin como de Wallace, para llegar a esa teoría fue la observación de numerosas especies presentes y pasadas (reveladas estas a través de fósiles).
Pero para proseguir, para construir una argumentación estructurada y con capacidad explicativa, ambos necesitaron de un elemento teórico que, casualmente, pues ambos laboraban en escenarios y ambientes culturales diferentes, les proporcionó la lectura de un libro, el del economista Thomas Robert Malthus: Un ensayo sobre el principio de población (1826), en el que señalaba que el desequilibrio en el aumento (exponencial) de la población de una especie y el (lineal) de los recursos alimenticios originaba una lucha por la supervivencia. Provisto de este apoyo teórico, Darwin continuó observando, investigando lo que sucede en algunas especies al igual que experimentando con otras (como palomas y animales domésticos) hasta producir su gran síntesis de 1859: El origen de las especies.
El caso de Einstein y sus dos teorías de la relatividad es de otro tipo. En la teoría de la relatividad especial (1905) se distingue con claridad un sorprendente principio teórico, el de que la velocidad de la luz es la misma independientemente de la velocidad del foco que la emite. ¿Era esta una idea que había salido, sin más, de la cabeza de Einstein? No, se trataba de una reflexión extraída del conocimiento que tenía de unos pocos experimentos anteriores.
Incluso en la teoría de la relatividad general, la exquisita obra de arte científica que Einstein completó en 1915, el pilar sobre el que pivota el edificio teórico fue una observación que ya hizo Galileo (supuestamente desde la Torre de Pisa) y que Newton incorporó a su mecánica: que, en ausencia de la resistencia del aire, los cuerpos caen con la misma aceleración independientemente de su masa.
Otro ejemplo extraordinario es el denominado Modelo estándar, que relaciona todos los datos conocidos hasta la fecha del mundo atómico y subatómico. De esta construcción teórica se ha dicho que constituye uno de los grandes logros del intelecto humano y que será recordado –junto a la relatividad general, la mecánica cuántica y el desciframiento del código genético– como uno de los avances intelectuales más sobresalientes del siglo XX. Lo que quiero señalar es que este modelo teórico fue producto de los esfuerzos de muchos físicos por dar sentido a los resultados experimentales que se iban obteniendo en, sobre todo, los grandes aceleradores de partículas.
El ejemplo del Modelo estándar incluye un aspecto que hay que resaltar: independientemente de que hayan existido, o existan, grandes personalidades, cuyas contribuciones recordamos como si fueran los mojones visibles de una carretera, la investigación científica es un esfuerzo comunal, de legiones de científicos –teóricos y experimentales– que se esfuerzan diariamente en su trabajo, la mayor parte de las veces haciendo pequeñas aportaciones que pasarán sin gran reconocimiento. A esos investigadores es a los que deseo recordar y celebrar en esta Noche de los Investigadores.
Lo que subyace en la caracterización que estoy presentando de lo que significa investigar es que la naturaleza, sus contenidos y las leyes que la gobiernan, son demasiado complejos, “extraños”, como para que la mente humana pueda conocerla sin mirar lo que existe y acontece ahí fuera. Solo hay una excepción, una disciplina muy especial, imprescindible para el conjunto de las ciencias: la matemática. Su particularidad se debe a que aunque las leyes naturales –sobre todo las de la física– se codifiquen utilizando sus entidades y estructuras, puede proceder al margen de lo que las ciencias de la naturaleza persiguen. Posee, por decirlo así, vida propia. Es sólida, objetiva y segura pero nadie sabe explicar muy bien de dónde procede esa seguridad ni a qué objetos alude su objetividad.
Por ello la investigación en matemáticas tiene características propias. En un libro reciente, Cómo nace un teorema (Catarata 2021), el matemático Cédric Villani, ganador en 2010 de la Medalla Fields (el equivalente en Matemáticas al Premio Nobel), ha intentado dar una idea de cómo se procede en este campo de investigación. Es un loable intento, aunque tal vez no del gusto de todos los paladares.