Público versus privado: la fusión
Fotografía del reactor ITER
¿Qué hace avanzar más una investigación, la iniciativa privada o la pública? ¿Pueden comercializarse los resultados científicos? José Manuel Sánchez Ron analiza estas delicadas cuestiones tomando como ejemplo las enormes posibilidades de la energía que se genera mediante fusión.
Están también las "energías renovables": eólica (producción de electricidad gracias a corrientes de aire), geotérmica (aprovechamiento del calor interno de la Tierra), las que utilizan las mareas o las olas del mar (mareomotriz y undimotriz, respectivamente), hidroeléctrica (generación de electricidad en saltos de agua), y la más abundante de todas, la solar, plasmada sobre todo en dos tipos: fotovoltaica (basada en dispositivos que convierten la radiación solar en electricidad) y termosolar (concentración de radiación del Sol para producir vapor o aire caliente utilizable en plantas eléctricas convencionales). El empleo de estas energías se extiende constantemente, pero, a la espera de innovaciones técnicas, son menos eficientes energéticamente que los combustibles fósiles y que la energía de fisión, aunque el bienestar de las generaciones futuras dependerá en gran medida de cuanto se utilicen.
Pero no es de estas fuentes de energía de las que quiero hablar hoy (ni de los, mucho más cuestionables, biocombustibles), sino de la que lleva ya más de medio siglo siendo la gran esperanza para un futuro mejor de la humanidad: la que se genera mediante fusión. Se trata de reproducir la reacción nuclear que alimenta las estrellas, un proceso inverso al de la fisión, ya que en lugar de romper átomos pesados, en una reacción de fusión dos isótopos del hidrógeno -el deuterio y el tritio, elementos que tienen el mismo número de protones en el núcleo (uno) pero diferente número de neutrones-, se combinan dando lugar a helio (cuyo núcleo está formado por dos protones y uno o dos neutrones) más un neutrón, emitiendo además energía, procedente de la disminución de masa en el proceso, como explica la ecuación einsteiniana, E=mc2. Un reactor de fusión sería, además, mucho más seguro que uno de fisión, porque lo que produce (además, eso sí, de neutrones) es helio, que no contamina, y si algo va mal, el proceso simplemente se detiene.
Si tenemos en cuenta que el hidrógeno abunda en la Tierra (el agua es hidrógeno y oxígeno), se comprende que deseemos producir reacciones de fusión. Pero reproducir el proceso es muy difícil. Salvo en las bombas de hidrógeno, en las que no se controla la emisión de energía, hasta ahora no ha sido posible controlar la energía que producen estas reacciones de manera que se pueda utilizar comercialmente. Uno de los motivos es que a las tremendas temperaturas a las que se produce, ¿qué contenedor puede almacenar el plasma (la "nube" de electrones libres y núcleos desnudos) que se forma? Actualmente, sólo evitando mediante campos magnéticos que las partículas toquen las paredes del reactor.
Los esfuerzos por tratar de resolver estos problemas comenzaron a la par que los de la fabricación de la bomba de hidrógeno. En el caso de EEUU, una vez que el presidente Truman autorizó el proyecto en 1951, se establecieron en la Universidad de Princeton dos laboratorios dedicados a la fusión: uno, denominado "Matterhorn B" (la B de "bomba"), dirigido por el físico nuclear John Wheeler, y el otro, "Matterhorn S" (la S de Stellator, la "máquina de las estrellas", el nombre con el que se bautizó el instrumento desarrollado para almacenar el plasma), dirigido por el astrofísico Lyman Spitzer. Para fabricar la bomba, Wheeler necesitaba del conocimiento básico generado en el laboratorio de Spitzer, en donde se llevaron a cabo importantes avances en la teoría de la fusión controlada y en el diseño del Stellator, aunque éste último probó ser menos interesante que el correspondiente aparato desarrollado en la Unión Soviética (el segundo país en disponer de bombas de hidrógeno): el Tokamak.
Desde entonces, y en diversos países, la investigación destinada a resolver el problema de utilizar la fusión nuclear para la producción controlada de energía ha estado en manos de instituciones públicas, las únicas dispuestas a financiar un proyecto muy costoso cuya incierta culminación se situaba en un futuro distante que, con independencia de cuánto tiempo ya hubiese transcurrido, siempre se ha ubicado para "dentro de cincuenta años". El más importante de estos proyectos públicos es el ITER (las siglas inglesas de Reactor Termonuclear Experimental Internacional), en el que participan la Unión Europea, Japón, Estados Unidos, Corea del Sur, India, Rusia, China y Suiza. Establecido en 2006, las previsiones son que durará treinta años, diez para la construcción de las instalaciones (en Cadarache, sur de Francia; el presupuesto se estimó inicialmente en 5.000 millones de euros, elevados, sin total seguridad, a 13.000 millones este mismo año), y veinte años más para desarrollarlo experimentalmente.
No obstante, puede que se logre comercializar la fusión antes. En el número del 2 de noviembre, la revista Time publicó un informe en el que se explica que existen iniciativas privadas en este campo, con prototipos diferentes en funcionamiento. Son empresas como General Fusion (Canadá), Helion Energy, Tri Alpha Energy, Industrial Heat (Estados Unidos), o Tokamak Energy (Inglaterra). Algunas utilizan enfoques innovadores, que pueden, por ejemplo, evitar el problema que habría que resolver si el ITER funcionase: el hecho de que los neutrones que se emiten en las reacciones de fusión terminan haciendo radiactivas las paredes del reactor, lo que implica que deberían sustituirse periódicamente. La existencia de estas empresas -en las que invierten organizaciones como Mithril Capital (esto es, Peter Thiel, cofundador de PayPal), Golman Sachs o Vulcan (Paul Allen, cofundador de Microsoft), muestran que el sueño de la fusión puede estar más cerca de lo que pensamos, siempre que se enriquezcan los enfoques científico-tecnológicos tradicionales y se adopten dinámicas diferentes.
Este caso me recuerda lo que sucedió con el Proyecto Genoma Humano, fundado por el gobierno federal de Estados Unidos. Se planeó en 1984, aunque comenzó realmente en 1990, con la participación de otros países, previéndose que duraría unos quince años, con un coste de 3.000 millones de dólares. Sin embargo, aquellas previsiones se vieron notablemente alteradas por la intervención de una empresa privada que fundó en 1998 el biólogo molecular Craig Venter: Celera Genomics. Las innovaciones aportadas por Celera, la competición que significó su aparición, y el ritmo que ésta necesariamente debía llevar para intentar lograr su fin de rentabilidad, sirvieron de estímulo para el consorcio público. Y así, antes de lo previsto y con un coste menor, el 11 de febrero de 2001 ambos proyectos, el público y el privado, anunciaron que el ser humano tiene unos 30.000 genes.
No quiero con esto decir que la investigación científica avance realmente gracias a la intervención de la iniciativa privada. Ésta utiliza, extensamente, el conocimiento alcanzado por medio de la investigación desarrollada en centros públicos. Pero en ocasiones, la iniciativa privada ayuda de manera decisiva a dar un toque de "realidad" a la, habitualmente, poco innovadora por su excesiva dependencia del pasado, investigación y desarrollo "públicos".