Dos científicas sobresalientes
Dorothy Crowfoot Hodgkin vista por Luis Demano (Sinc).
Sánchez Ron se ocupa de la vida y la obra de dos mujeres sobresalientes: Dorothy Crowfoot Hodgkin y Rosalind Franklin, ambas protagonistas de dos novedades editoriales: 17 mujeres Premios Nobel de Ciencias y Mujeres de ciencia. 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo.
El más conocido es el movimiento #MeToo, que denuncia los acosos sexuales que han sufrido mujeres, pero, sin tanta resonancia mediática, la demanda por el respeto a su trabajo, la igualdad de salarios y de oportunidades laborales de las mujeres es otro movimiento afortunadamente en alza. Y como estas páginas no quieren permanecer al margen de la realidad, de lo que está sucediendo, voy a aprovechar la reciente publicación de dos libros que tratan de las mujeres en la ciencia para recordar de nuevo (hacía semanas que no lo hacía) a unas científicas distinguidas, a las que unió la misma patria (Gran Bretaña), educación y especialización: la química y la cristalografía. Una, Dorothy Crowfoot Hodgkin (1910-1994), aparece en los dos textos a los que he aludido, mientras que no sucede lo mismo con la otra, Rosalind Franklin (1920-1958), por la sencilla razón de que no llegó a recibir el Premio Nobel, que sin duda merecía; un cáncer se la llevó demasiado pronto. Los libros en cuestión son 17 mujeres Premios Nobel de Ciencias (Plataforma Editorial), de Hélène Merle-Béral, y Mujeres de ciencia. 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo (Nórdica y Capitán Swing), escrito e ilustrado por Rachel Ignotofsky.
Pero querría decir antes algo sobre estos libros. Está claro que cumplen una importante función, la de dar a conocer a mujeres que se dedicaron con distinción a la investigación científica. En un mundo históricamente acaparado por hombres, hacer esto no solo es justo, es necesario para evitar prejuicios relativos a supuestas diferentes capacidades intelectuales entre los dos sexos, y también para comprender mejor el pasado y orientar el futuro (esta es, para mí, la gran tarea y justificación de la historia). Dicho esto, es preciso advertir que las presentaciones de las científicas que se hacen en estos libros (y en la mayoría de los que se ocupan del tema) tienden a mostrar únicamente el lado más favorable de sus biografías. Pero las vidas de los humanos, no importa cuál sea su sexo, combinan luces y sombras, ejemplaridad con egoísmo, pulsiones de tipo y estatus ético-moral muy diversos. Y esto se aplica también, aunque podamos disculparlos, o por lo menos comprenderlos mejor, a los sojuzgados.
La biografía de Rosalind Franklin, científica casi universalmente recordada por el hecho de que una fotografía que tomó mediante difracción de rayos X llegó a conocimiento de Francis Crick y James Watson, sin que ella lo supiese ni autorizase, constituye un magnífico ejemplo. Aquella fotografía fue importante para que Watson y Crick dedujesen (1953) que la estructura del ADN -la macromolécula de la herencia- es una doble hélice. Y Franklin tenía todo el derecho a no dejar que aquel fruto de su trabajo llegase a manos de otros, pero la historia no se reduce a esto. Como mostró con claridad Brenda Maddox en un libro magnífico, Rosalind Franklin. The Dark Lady of DNA (2002), el carácter de Franklin, en absoluto colaborativo, con inclinación a minusvalorar el trabajo de otros, tuvo mucho que ver con que la estructura del ADN se descubriese en el Laboratorio Cavendish de Cambridge, donde trabajaban Crick y Watson, y no en el King's College de Londres, en el que, además de Franklin, trataban de desentrañar la estructura del ADN -desde bastante antes de que llegase ella- científicos de la talla de Maurice Wilkins (quien a la postre, y dado que Franklin había fallecido por entonces, compartió con Crick y Watson el Premio Nobel de Medicina en 1962), a quien se esforzó por apartar del campo. Por supuesto, esto no justifica en manera alguna el que se filtrase a otros su trabajo, ni los, bastante miserables, comentarios que Watson hizo sobre Franklin en su famoso libro, La doble hélice (1968).
La técnica de difracción de rayos X que he mencionado, ha constituido una herramienta preciosa para la cristalografía. Introducida por Max von Laue en 1911 y desarrollada por William H. Bragg y William L. Bragg en 1913, aprovecha la longitud de onda de los rayos X, comparable al espaciado atómico de los cristales, para deducir de las imágenes que se obtienen de los procesos de difracción la estructura de los cristales. A esta tarea se dedicó también Dorothy Crowfoot Hodgkin, cuya biografía fue muy diferente de la de Franklin, tanto en cómo entendió lo que representa la ciencia como empresa colaborativa -creó un importante grupo de investigación, y mostró siempre su apoyo a otros colegas; por ejemplo, a Max Perutz durante los largos años en que éste se esforzó por desentrañar la complejísima estructura de la hemoglobina-, como en número de aportaciones. Desveló las estructuras (mucho más complejas que la del ADN, aunque no tan importantes desde el punto de vista de la vida) de la penicilina, insulina y vitamina B12, algo que facilitó su producción. Por cierto, una de sus estudiantes fue una tal Margaret Roberts, más conocida por su nombre de casada, Margaret Thatcher, quien, agradecida por lo que recibió de ella, tenía un retrato de su antigua profesora en Downing Street.