Dolor y evolución de las especies
Ilustración del libro Permiso para quejarse
"El dolor constituye una táctica, un rasgo adaptativo, una ventaja desde el punto de vista de la evolución de las especies". Sánchez Ron aborda el tema el dolor a propósito de la publicación de Permiso para quejarse, que el doctor Jordi Montero acaba de publicar en Ariel.
Las personas incapaces de sentir dolor, habitualmente mueren pronto. Como explica el doctor Jordi Montero en un oportuno libro publicado en 2017, Permiso para quejarse (Ariel), la ausencia de la sensación de dolor se debe a una insensibilidad congénita, el tipo 6 de las neuropatías hereditarias, que afecta a contadas familias en todo el mundo. "Como no pueden vivir en una jaula de cristal", señala el doctor Montero, "la mayor parte de las personas que la sufren mueren a causa de las infecciones producidas por sus propias mordeduras o por algún accidente. Solo algunos afortunados tienen manifestaciones poco intensas, e incluso le pueden sacar partido profesional: se ganan la vida caminando sobre brasas o echándose en camas de pinchos en el circo".
Los humanos somos, primero y sobre todo, organismos biológicos, pero nuestro sistema cognitivo y emocional hace que actuemos no solo por impulsos biológicos. Vivimos en comunidad, en sociedades en las que se han desarrollado códigos de valores de diversos tipos. Y la adhesión a ellos puede afectar -lo hace con mucha frecuencia- a la reacción ante el dolor, incrementando la capacidad de sufrimiento. Lo físico no es un compartimento estanco, aislado del medio exterior. Aunque seamos entidades biológicas, nuestro sofisticado sistema nervioso reacciona tanto ante señales internas como a externas, dolorosas o no. La evolución de las especies ha constituido un complejo proceso en el que han tenido que coexistir "egoísmo" y "altruismo". Por un lado, la tendencia de un ser a sobrevivir, él ante todo. Por otro, la necesidad de cooperar, de ayudar. Está, además, como el pilar básico del camino de la vida, el que un ser no es sino un eslabón de una cadena, cuya única justificación (biológica) es la de servir para que pueda existir otro eslabón. Ahí se halla, ay, el origen de lo que más queremos: el amor a nuestros hijos. Richard Dawkins expresó maravillosamente la raíz genética de esta realidad en el título de su libro más famoso: El gen egoísta.
Uno de los aspectos más apasionantes de la teoría de la evolución de las especies es que las explicaciones que ofrece a veces llevan asociadas otros problemas. Tal es el caso de la interpretación evolucionista del dolor. Pensemos en la siguiente situación: una reacción normal ante el dolor es la de gritar. Pero si nos situamos con la imaginación en un escenario primitivo, en donde la lucha por la supervivencia era puramente biológica, gritar podría atraer la atención de depredadores de otras especies que competían en esa despiadada lucha por sobrevivir. Desde este punto de vista, ¿qué ventajas puede tener ese tipo de reacción ante el dolor? Una posible respuesta la tenemos en la "sociabilidad". Los animales que viven en sociedad, pueden -y deben- ayudarse entre sí cuando son atacados por un depredador. En esas especies (humanos, primates, perros, cerdos) gritar, la vocalización del dolor, constituye un rasgo adaptativo: atrae ayuda. En otras especies, como antílopes y ovejas, la situación es muy diferente.
Y puesto que he mencionado otras especies diferentes a la nuestra, la pregunta es obvia: ¿todos los seres vivos sienten dolor? Aparentemente así debería ser, puesto que constituye un rasgo adaptativo para sobrevivir, sin embargo no parece que sea así, aunque en mi opinión todavía distamos mucho de comprender el mundo sensorial de especies alejadas evolutivamente de la nuestra. Se acepta que los peces, por ejemplo, no experimentan dolor y que la mayor parte de los invertebrados, en particular, los insectos, tampoco lo sienten. Excepciones son crustáceos como las gambas o los cangrejos, y cefalópodos como los pulpos.
Más problemático de entender en términos evolutivos es el dolor crónico, con frecuencia difícil de tratar y resistente incluso a opiáceos. Peor aún, no siempre es posible asociar el dolor crónico con causas orgánicas, de manera que ¿a qué propósito sirve? No parece que exista una respuesta clara a pregunta tan básica, aunque, como en toda la medicina, constantemente se realizan avances (leo en un artículo, "Les bases neurales de la douleur", del neurólogo Bernard Calvino, que una de las causas del dolor crónico puede ser el exceso, la hipersensibilidad, de nocicepción, el proceso neuronal mediante el que se codifican y procesan los estímulos potencialmente dañinos para los tejidos).
Uno de los posibles efectos, terribles pero perfectamente comprensibles, del dolor crónico es la depresión. Y esto me lleva a otro tipo de dolor, el emocional. Todos sabemos el dolor que puede producir un recuerdo. Y aunque lo emocional no se produzca en un mundo ajeno al entramado de nuestro sistema neurológico (nada lo es), debemos coincidir en que se trata de otro tipo de fenómeno, distinto a la reacción directa ante un estímulo físico. ¡Qué compleja, a la vez que maravillosa, es la vida!