Image: La ciencia tras la Gran Guerra

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La ciencia tras la Gran Guerra

7 diciembre, 2018 01:00

Ilustración de la I Guerra Mundial. De Lieja a Versalles. De Ricardo Artola.

Hace unos días, el 11 de noviembre, se celebró el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Emplear el verbo celebrar es adecuado en esta ocasión, ya que lo que se recordaba fue el término de una terrible confrontación bélica, de una auténtica carnicería en la que afloró, como sucede en todos los conflictos, lo peor de la condición humana. Mucho se podría decir del papel de la ciencia y de los científicos en aquella contienda, a la que con frecuencia se ha llamado la "Guerra de la Química" por la utilización que se hizo en ella de gases asfixiantes, pero no es de esto de lo que quiero tratar ahora sino de la reacción de los científicos de las naciones involucradas una vez que finalizó el enfrentamiento. En principio cabría suponer que se reanudarían inmediata y fácilmente las relaciones entre los científicos de los países que, entre 1914 y 1918, habían estado fieramente enfrentados. Al fin y al cabo, ¿no es la ciencia una empresa intelectual que no conoce fronteras, puesto que trata de acceder a conocimientos independientes de quiénes los desvelan, una empresa que, además, necesita de la colaboración internacional?

La realidad, sin embargo, fue muy diferente. Alcanzado el armisticio comenzaron a aparecer intransigencias por ambos lados, pero sobre todo por el de los vencedores. La primera medida que estos tomaron fue sustituir por un Consejo Internacional de Investigaciones -controlado por Francia, el Reino Unido y Estados Unidos- una organización que se había creado en 1899, la Asociación Internacional de Academias, que agrupaba a las academias científicas más importantes del mundo y cuyo propósito era fomentar la cooperación y contactos entre sabios de diferentes naciones. Esta Asociación culminaba una época en la que se había reforzado el internacionalismo, el sentimiento de que la ciencia era, qué podía ser si no, el resultado de la colaboración entre personas e instituciones, fuesen cuales fuesen sus procedencias; una época que vio, entre otras, la fundación de organizaciones como la Asociación Geodésica Internacional (1864), el Comité Permanente del Repertorio Bibliográfico de Ciencias Matemáticas (1889), la Comisión Internacional para el Estudio de las Nubes (1891), el Comité Internacional de Pesos Atómicos (1897), la Comisión Internacional de Fotometría (1900), la Asociación Internacional de Sismología (1903), la Unión Internacional para la Cooperación en las Investigaciones Solares (1904), el Instituto Polar Internacional (1907) o la Comisión Internacional del Radio (1910).

El nuevo Consejo Internacional de Investigaciones que la sustituyó estaba dominado por halcones, científicos como el matemático francés Emile Picard, secretario perpetuo de la Académie des Sciences parisina, el matemático italiano Vito Volterra, o el físico británico Arthur Schuster, secretario de la Royal Society londinense. Las siguientes frases, pronunciadas por Picard durante una de las reuniones preparatorias, celebrada en París en diciembre de 1918, dan idea de los sentimientos que animaban a estos científicos: "Debemos permanecer unidos, no solo como hicimos durante la guerra sino en un futuro que debe considerarse como indefinido. Únicamente de esta forma tendremos la posibilidad de ver establecida sobre la superficie de nuestro planeta una paz auténticamente definitiva, así como el estar preparados contra los regresos ofensivos de una barbarie que continuará manteniendo su carácter amenazante, intentando todavía golpear en el corazón de las razas moralmente superiores de la humanidad". Consecuentemente, las naciones de las Potencias Centrales, los vencidos, fueron excluidos. Semejante exclusión se manifestó en todo tipo de escenarios; por ejemplo, en los célebres Consejos Solvay de Física, una reunión que aglutinaba a la élite de los físicos. El primero de esos congresos se celebró en 1911, el segundo en 1913, pero por causa de la guerra no se reanudaron hasta 1921, y lo hicieron sin la presencia de ningún físico alemán o austríaco, y hay que tener en cuenta que eran sobre todo los germanos los que habían revolucionado, y continuaban revolucionando, la física. No fue hasta el quinto Consejo (octubre de 1927) cuando volvieron a participar científicos de las Potencias Centrales. El movimiento en favor de su readmisión se vio favorecido por los desarrollos políticos.

Tras el Pacto de Locarno en octubre de 1925, Alemania entró en 1926 en la Sociedad de las Naciones. Ante la perspectiva de una nueva atmósfera política, el holandés Hendrik A. Lorentz, que presidía las reuniones y organización de los Consejos Solvay, se entrevistó el 2 de abril de aquel año con el rey Alberto de Bélgica. "Su Majestad", manifestó después, "ha expresado la opinión de que, siete años después de la guerra, los sentimientos que ha provocado deben dulcificarse poco a poco; que para el futuro es absolutamente necesario un mejor entendimiento con los pueblos y que la ciencia puede contribuir a lograrlo. También ha señalado que visto todo lo que los alemanes han hecho en física, sería muy difícil continuar sin ellos". Efectivamente, habría sido imposible evitar su presencia en la reunión que tendría lugar el año siguiente sin desvirtuar por completo su naturaleza, ya que el tema a debatir eran los "Electrones y fotones", difícilmente abordable sin recurrir a la nueva mecánica cuántica, desarrollada gracias, principalmente, a los trabajos de físicos alemanes y austríacos como Heisenberg, Schrödinger, Born, Pauli, Einstein o Planck (todos ellos asistieron a la reunión). Los políticos fueron en este caso menos rencorosos que los científicos.

¿Qué lecciones se pueden extraer de hechos como los anteriores? Una por encima de todas: la ciencia puede no conocer fronteras, pero los científicos -muchos al menos- son muy conscientes de ellas. No están, en ese sentido, por encima de otras personas, sino que participan de sus filias y sus fobias. Un buen ejemplo es el del físico germano de origen judío Max Born, a quien se debe no poco de la creación de la mecánica cuántica. En sus memorias, Born escribió que al comenzar la guerra en 1914 no fue inmune al "estallido patriótico de entusiasmo" que se produjo. "No puedo negar que durante aquel tiempo", reconocía, "me sentí muy en contra de los ingleses, de los franceses y sobre todo de los rusos". Y si los científicos no están por encima de las pasiones -¿cómo podían estarlo siendo como son seres humanos como todos?- debemos evaluar con precaución sus posibles recomendaciones, no siempre inmunes al entusiasmo que surge de las novedades a que dan origen y las aplicaciones que estas hacen posible.