La historia se hace ciencia
James Mason en La caída del imperio romano, de Anthony Mann
Sánchez Ron relaciona historia, civilización y cambio climático a través de los trabajos de Kyle Harper, Luca Cavalli-Sforza, Edward Gibbon o Geoffrey Parker. "La Tierra ha sido y sigue siendo una atestada plataforma para los asuntos humanos, tan inestable como la cubierta de un barco", señala Harper.
No resulta difícil entender el fuerte componente científico-tecnológica de épocas como las que acabo de mencionar, pero ¿y si nos alejamos más en el tiempo, a, por ejemplo, el Imperio romano? Se acaba de publicar un libro, El fatal destino de Roma (Crítica), de Kyle Harper, significativamente subtitulado ‘Cambio climático en el fin de un imperio', que incide en este punto. "La mayoría de las crónicas sobre la caída de Roma", escribe Harper, "se han cimentado en la gigantesca y tácita suposición de que el medio ambiente constituía un telón de fondo estable e inerte para la historia. Como subproducto de nuestra necesidad urgente de comprender la historia de los sistemas terrestres y gracias a los vertiginosos avances en nuestra capacidad para obtener datos sobre el paleoclima y la historia genómica, sabemos que esta historia es errónea". Y, en una declaración con obvias implicaciones para el momento presente, el del cambio climático, añade: "No solo es errónea, es inmodesta e inquietamente errónea. La Tierra ha sido y sigue siendo una atestada plataforma para los asuntos humanos, tan inestable como la cubierta de un barco en una borrasca violenta". De hecho, el clima -relacionado con la situación geográfica del Imperio- no influyó solo en la caída romana, también lo hizo en su expansión inicial, que coincidió con un periodo climático, templado, húmedo y estable, conocido como Óptimo Climático Romano. Por cierto, un dato apenas estudiado, que refuerza este tipo de relaciones históricas, es el que entonces se produjo un "despegue" parecido en China, durante la dinastía Han.
No pretende este libro, no podría pretender, reducir la historia imperial romana a la del clima. Es imposible obviar otros elementos (políticos, militares, económicos), pero sí es importante resaltar que la historia no es ajena al marco geográfico y climático en el que tienen lugar los sucesos que estudia. Tampoco se le debe asignar prioridad en introducir la influencia del clima en las reconstrucciones históricas, ya que fue considerado en obras anteriores al libro de Harper, como La pequeña Edad de Hielo: cómo el clima afectó a la historia de Europa, 1300-1850 (Gedisa, 2009) de Brian Fagan, o El siglo maldito. Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII (Planeta, 2013) del gran hispanista Geoffrey Parker. Y lo mismo cabría decir de otro de los asuntos que trata, el de las implicaciones que el clima tuvo en la aparición y propagación de enfermedades, cuestión para la que todavía se puede aprender mucho del pequeño gran libro de William McNeill, Plagas y pueblos (Siglo XXI, 1976), aunque sí que hay que adjudicar a Harper el mérito de haberse alejado mucho más en el tiempo que otros estudios, así como la mayor riqueza en los datos y consideraciones científicas que maneja.
Tratar del Imperio romano sin recordar la maravillosa Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1789) de Edward Gibbon es casi imposible. La calidad literaria, riqueza de datos y detalles, pasión y respeto por el legado de aquel imperio que transmite Gibbon permanecerán, espero (aunque desgraciadamente ya no con tanta convicción), en el futuro, pero para comprender realmente cómo llegó a existir y a desaparecer semejante imperio hace falta mucho más de lo que aquel sabio y sensible historiador británico nos dejó.