España y la “ciencia secreta”
En el mundo actual la riqueza ya no depende tanto de las materias primas disponibles como de la transformación del conocimiento científico en “utilidades”. ¿De qué otra manera se puede entender el poderío socioeconómico de Silicon Valley?
20 abril, 2020 03:11Uno de los temas sempiternos relativos a la ciencia en España es el de las dificultades que encuentran los investigadores para desarrollar sus trabajos y poder competir con los que se llevan a cabo en otras naciones. Competir, liderar, ser los primeros, es particularmente importante en la ciencia, porque desde hace ya tiempo – como mínimo desde el siglo XIX– la ciencia, además de conocimiento, es un instrumento esencial para el bienestar económico-industrial de una nación con pretensiones de ser algo más que “un país de servicios”. En el mundo actual la riqueza ya no depende tanto de las materias primas disponibles (el petróleo es, evidentemente, una de las grandes excepciones, pero ¿durante cuánto tiempo?) como de la transformación del conocimiento científico en “utilidades”. ¿De qué otra manera se puede entender el poderío socioeconómico de Silicon Valley?
El ejemplo del Valle del Silicio sirve bien para ilustrar la relación “ciencia-industria-economía”. En 1947, tres físicos, John Bardeen, Walter Brattain y William Shockley que trabajaban para los Laboratorios Bell (fundados en 1925 por ATT), inventaron el transistor, un hijo de la física cuántica (como creo haber señalado ya en otras ocasiones aquí). Uno de esos físicos, Shockley advirtió las posibilidades económicas que abría el transistor y decidió convertirse en empresario, abandonando los Laboratorios Bell. En 1955, y aliado con Frederick Terman, catedrático y director de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Stanford, fundó su propia compañía, el “Shockley Semiconductor Laboratory”. El lugar que escogió fue una zona cercana a la Universidad de Stanford, al sudeste de San Francisco, pero sin ningún atractivo particular: Silicon Valley. La singularidad del silicio, que da nombre al valle, se debe a que se trata de un material semiconductor, utilizado en los transistores. Supongo que todo esto es más o menos conocido. Se puede ignorar prácticamente todo de la ciencia, pero difícilmente el papel central que algunos de sus desarrollos desempeñan en el mundo actual, y el transistor en alguna medida se puede considerar como el embrión del que nació la globalización. Y aquí retorno a España, un país en el que por mucho que se pretenda ofrecer ejemplos actuales (algunos sin duda destacados), dista de ocupar un lugar preferente en el conjunto de la ciencia internacional. Para defender la salud de nuestra ciencia se recurre con frecuencia a indicadores del tipo de número de artículos publicados en revistas importantes firmados por científicos españoles, o las citas que estos reciben en trabajos de otros investigadores. No negaré el valor que poseen semejantes datos, pero, aunque útiles, no significan que la ciencia hispana ocupe un lugar de liderazgo internacional.
La pregunta es inmediata, ¿no ocupamos posiciones de liderazgo porque hay algo intrínseco en la naturaleza de los españoles que no se ajusta demasiado bien a lo que exige la investigación científica? Solo plantear la pregunta me parece ya una tontería; pensemos, por ejemplo, en los muchos investigadores educados en las Facultades de Ciencias hispanas que brillan en otros países, a los que han tenido que emigrar para encontrar el medio y facilidades que no hallan aquí.
Nuestra ciencia de los siglos xvi y xvii dependía estrechamente de las necesidades del imperio, en el que “nunca se ponía el sol”
Por razones profesionales, me he ocupado de estudiar la historia de la ciencia en España, y ésta es, grosso modo, relativamente transparente en el sentido de que muestra que la ciencia hecha entre nosotros ha dependido y reflejado la correspondiente época histórica. Si consideramos, por ejemplo, los siglos XVI y XVII, encontramos que la ciencia que se realizó entonces dependía estrechamente de las necesidades del imperio, en el que, utilizando la manida frase, “nunca se ponía el sol”. Así, se crearon instituciones en las que la ciencia desempeñaba un papel importante. Destacaron dos: la Casa de la Contratación de Sevilla, con sus pilotos y cosmógrafos, y la Academia Real Matemática fundada por Felipe II. El objetivo de aquellas instituciones era fomentar las ciencias astronómicas y matemáticas necesarias para que los marinos no se perdieran en la inmensidad del Atlántico cuando se dirigían hacia el Nuevo Mundo. (Tampoco se debe olvidar al Seminario Patriótico de Vergara, donde los hermanos Fausto y Juan José Elhuyar enseñaron y donde descubrieron el wolframio; o el Jardín Botánico de Madrid). Aquella ciencia, por cierto, fue no pocas veces una “ciencia secreta”, esto es, que no se hizo pública, para no suministrar a otras naciones información que tenía que ver con cartas marinas, derroteros, límites o mejoras de instrumentos para la navegación, lo que implicaba conocimientos astronómicos y matemáticos.
Podría continuar explicando cómo la ciencia en España dependió de la situación –política y religiosa especialmente– en los siglos sucesivos, pero en realidad mi intención hoy es animar a leer algunos de los abundantes y con frecuencia magníficos libros que se ocupan de la historia de la ciencia española. En la literatura histórica dominan los temas políticos, pero les aseguro que la historia de la ciencia no les defraudará. He mencionado la “ciencia secreta”, pues bien, lean el magnífico libro de María Portuondo, Ciencia secreta: la cosmografía española y el Nuevo Mundo (Editorial Iberoa-mericanaVervuert, 2013). Más cercanas en el tiempo son obras como Fantasmas de la ciencia española (Marcial Pons, 2020) de Juan Pimentel, y Diario secreto de Humboldt en España(Relee, 2019) de Miguel Ángel Puig-Samper. Al margen de su interés por las historias que narran, une a ambos libros lo bien escritos que están. De hecho, el de Puig-Samper es la historia imaginada –pero con un riguroso trasfondo histórico– del viaje que Alexander von Humboldt realizó por España desde que arribó a Gerona en enero de 1799 hasta que abandonó Santa Cruz de Tenerife a finales de junio del mismo año, camino de su célebre aventura por los dominios de la América hispana. Esta galanura literaria constituye en mi opinión un signo de madurez de la rama de la historia que tiene a la ciencia como protagonista.