Tres mujeres valientes que hicieron historia
Emmeline Pankhurst, Isabel Zendal y Margaret Sanger defendieron causas nobles y ensancharon nuevos caminos en la sociedad
En estos días de dolor, furia e ira, y también de valor, el de los ucranianos que resisten la invasión de una potencia nuclear, Rusia, que pretende invertir el tiempo, regresar a épocas pretéritas en las que sus fronteras eran otras, mucho más extensas, quiero recordar y honrar otro tipo de valor, uno que nunca ha contado con Homeros que cantasen las hazañas –y los asesinatos– de los Aquiles o Héctores del pasado.
El valor al que hoy quiero referirme no recibió medallas y honores por su arrojo en batallas; tuvo otros escenarios y otros protagonistas: mujeres. Me ha animado a volver sobre este tema la publicación de la autobiografía de Emmeline Pankhurst (1858-1928), Mi historia (Capitán Swing, 2022), la sufragista inglesa que fundó en 1903 la Unión Social y Política de las Mujeres, y que batalló incansablemente por los derechos sociopolíticos de sus hermanas de sexo.
Pankhurst terminó de escribir este libro en el verano de 1914, estío de triste recuerdo pues fue cuando comenzó la Primera Guerra Mundial. De hecho, el libro termina con las siguientes palabras: “Por el momento hemos bajado las armas, pues la amenaza de la guerra extranjera que se cierne sobre nuestra nación nos ha impelido a declarar una tregua. Las consecuencias de esta guerra europea, que tendrá efectos terribles sobre nosotras las mujeres pese a no haber tenido voz para intentar evitarla y que tanto sufrimiento conllevará para niños y niñas, son imposibles de calcular. Pero una cosa es razonablemente segura: que los cambios en el gabinete de ministros, que necesariamente tendrán lugar a causa de la guerra, harán que el activismo futuro de las mujeres sea innecesario. [...] Nadie querrá emprender la imposible tarea de destruir o incluso de retrasar la marcha de las mujeres hacia su legítima herencia de libertad política, social y laboral”.
Quiero recordar y honrar el valor de unas mujeres que nunca han contado con Homeros que cantasen las hazañas de los Aquiles o Héctores del pasado
Es cierto que el Parlamento británico aprobó el 6 de febrero de 1918 –aún no había finalizado la guerra, y las mujeres estaban siendo imprescindibles para mantener la economía de la nación, una “economía de guerra”, así como la atención médica de los heridos en la contienda– una ley que concedía el derecho al sufragio a las mujeres mayores de 30 años, pero aún quedaba un largo camino por recorrer.
Mi siguiente recuerdo es para una mujer que sirvió a otra causa no menos noble, la de luchar contra el virus causante de una terrible enfermedad, la viruela. Y lo hizo con un fin opuesto al de las guerras: para salvar vidas humanas, o para evitar el dolor de los que, desfigurados, superaban la enfermedad. Se llamaba Isabel Zendal Gómez y era coruñesa. Fue el “hada cuidadora”, la madre putativa de la célebre Real Expedición Filantrópica de la Vacuna que partió del puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 para llevar en los brazos de 22 niños “vacuníferos” la vacuna antivariólica a los territorios que la Corona española poseía en América y Asia (se iba infectando sucesivamente a los niños con el virus debilitado de la viruela para que pudiera llegar a su destino aún “fresco”).
De familia “pobre de solemnidad”, Isabel Zendal, que llegó a dirigir la inclusa coruñesa, aceptó unirse a la expedición para cuidar a los pequeños. Hacía falta mucho valor para embarcarse en un destino tan arriesgado como incierto, pero ella aceptó el desafío, más, estoy seguro, por compasión y amor a aquellos pequeños –su propio hijo uno de ellos– que por consideraciones “geopolíticas”. Mientras que el nombre y biografía de Francisco Xavier Balmis (1753-1819), el director de la Expedición, se ha conservado, de Isabel Zendal se sabe muy poco. Que nació hacia 1773, sí, pero no cuándo falleció pues su rastro terminó perdiéndose en México. Apropiadamente, en Madrid un hospital fruto de la actual pandemia lleva su nombre: “el Zendal”.
La tercera mujer que quiero recordar es, hasta cierto punto sorprendentemente, muy poco conocida: la estadounidense Margaret Sanger (1879-1966), de la que hace años, en enero de 2016, en estas mismas páginas prometí escribir (no lo hice). En lugar de luchar por los derechos políticos de las mujeres como hizo Pankhurst, Sanger se dedicó a otra misión de liberación, la de los movimientos de planificación familiar: en 1916 fundó la primera clínica de control de natalidad que existió en Estados Unidos –fue encarcelada por difundir información sobre métodos para el control de la natalidad– y en 1921 creó la Liga Estadounidense para el Control de la Natalidad.
La historia de la creación de la píldora anticonceptiva algo le debe. En el plano puramente científico, esa historia –que resumí en enero de 2016, y que ahora recupero– comenzó con Ludwig Haberlandt, quien en la década de 1920 descubrió que se podían utilizar hormonas para evitar los embarazos. Otros científicos hallaron después que la hormona involucrada era la progesterona, pero ésta era difícil de aislar y, en consecuencia, cara, además, poco eficaz cuando se dispensaba en forma oral.
En 1944, Russell Marker descubrió que la progesterona se podía sintetizar a partir de un producto químico contenido en una planta mexicana, y formó una compañía, Syntex, para producirla, pero la abandonó un año después al no obtener los beneficios que esperaba. Casi una década más tarde, en 1951, Carl Djerassi produjo progesterona sintética (noretindrona).
Pero tanto Djerassi como Frank Colton, quien profundizó en los resultados de aquél, se limitaron a utilizar sus hormonas sintéticas para tratar problemas menstruales, y parece que ninguno de los dos pensó en utilizarlas como contraceptivo. Sí lo hizo Margaret Sanger, cuyo estímulo fue muy importante para que se comenzase a trabajar en la dirección de una píldora oral contraceptiva, a la que llegó finalmente Gregory Pincus.
Sanger también publicó su autobiografía (1938), que nunca ha aparecido en español. He desempolvado mi viejo ejemplar de la editorial W. W. Norton para recordar las palabras que cierran sus agradecimientos: “Ni una historia del movimiento del control de la natalidad, ni la parte que he tomado en ella, estaría completa si no pagase tributo a la integridad, valor, coraje y visión de los hombres y mujeres que, año tras año, mantuvieron sus principios y nunca los abandonaron en una causa que nos pertenece a todos”.