La persona más rica del mundo, Elon Musk, ha comprado Twitter. Amplía de esta manera lo que se puede denominar un verdadero “imperio”, formado por empresas como SpaceX (aeroespacial), Tesla (vehículos eléctricos), Starlink (conexión por nanosatélites), Solarcity (paneles solares) y Neuralink (biotecnología). Que una persona pueda tener el poder e influencia que posee Musk es algo sobre lo que es preciso reflexionar.
Se dirá que es consecuencia de su inteligencia, habilidad y visión de futuro. Seguramente es cierto pero –y dejando ahora al margen (ya lo traté en estas páginas) el hecho de que pueda intervenir con el turismo espacial en algo tan esencial como el espacio, que debería ser, que es, patrimonio de toda la humanidad– el que posea ahora un medio de difusión e intercambio de información tan poderoso e influyente como es Twitter no debe tomarse a la ligera, como si fuese un elemento más, coherente con la dinámica del capitalismo ligado estrechamente al desarrollo tecnológico.
En primer lugar, porque el control de Twitter puede constituir una forma de influir, o mejor, de condicionar, la opinión no de cientos, sino de miles, de millones de personas sobre aspectos relacionados con las empresas y propósitos de Musk. Y no solo con relación a sus empresas, sino también en aspectos más delicados, como el que esté en manos de una persona, de un megamillonario, decidir si Donald Trump, o cualquier otro, puede seguir vertiendo sus “proclamas” al mundo a través de Twitter.
No hay que tolerar que individuos que carecen de representatividad elegida por los ciudadanos marquen las agendas de la humanidad
El universo de las “redes sociales” posee indudables aspectos positivos, aunque constituya una especie de “jungla” en la que abundan los “depredadores”, pero “monopolios personales” como el que desde ahora ostenta Musk deberían ser controlados (no olvido a Facebook y Mark Zuckerberg, pero esa es otra historia).
Es, lo sé, una tarea compleja, en la que es posible que los derechos individuales choquen con los comunales, en función de cómo los puedan interpretar los poderes públicos.
El 17 de enero de 1961, poco antes de dejar oficialmente la Presidencia, Dwight Eisenhower pronunció su discurso de despedida a la nación. El presidente saliente explicó cómo a lo largo de los ocho años de intensa relación que había mantenido con la ciencia y la tecnología, con los científicos y los ingenieros, se había dado cuenta de ciertos peligros, en concreto, de la existencia, el poder y los riesgos que acarreaba un complejo militar-industrial, del que la investigación científica y el desarrollo tecnológico constituían piezas esenciales.
“Hasta el último conflicto mundial –dijo entonces– Estados Unidos no tenía industria bélica. Los fabricantes norteamericanos de arados podían, con el tiempo y según fuese necesario, fabricar también espadas. Pero ya no podemos arriesgar la improvisación de emergencia de la defensa nacional: hemos sido obligados a crear una industria armamentística permanente de vastas proporciones. Además de esto, 3,5 millones de hombres y mujeres trabajan directamente para la Defensa. Nuestro gasto anual en la seguridad militar es superior a los ingresos netos de todas las grandes empresas norteamericanas. Esta conjunción de un inmenso instituto militar y una gran industria bélica es nueva en la experiencia norteamericana. La influencia total –económica, política, espiritual incluso– se siente en cada ciudad, cada capitolio estatal, cada oficina del gobierno federal".
"Debemos reconocer la necesidad imperiosa de esta evolución. Sin embargo, no debemos dejar de comprender sus graves implicaciones. Nuestro trabajo, recursos y subsistencia, todos están comprometidos; también lo está la estructura misma de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno debemos cuidarnos contra la adquisición de una influencia desproporcionada, buscada o no, por parte del complejo bélico-industrial. Existe y seguirá existiendo el potencial para el funesto ascenso del abuso de poder. Nunca debemos permitir que el peso de esta combinación haga peligrar nuestras libertades y procesos democráticos”, añadía.
Eliminando las referencias a Estados Unidos y a su ciudadanía, así como a la dimensión militar (aunque no se debe olvidar el papel que el Departamento de Defensa de Estados Unidos ha tenido en el desarrollo de la industria de semiconductores y chips), las reflexiones y advertencias de Eisenhower son perfectamente aplicables a las implicaciones actuales de la ciencia y la tecnología, especialmente la tecnología que ha producido el omnipresente mundo digital. Lo que hoy existe es un “complejo tecnológico-empresarial” que penetra en prácticamente todos los apartados de nuestras sociedades y vidas, un complejo que dota de descomunales riquezas a unos pocos y que puede afectar y condicionar, que afecta y condiciona a millones de personas de todo el planeta.
Al igual que manifestaba Eisenhower, ahora hay que “reconocer la necesidad imperiosa de esta evolución”, si no “imperiosa” sí “imparable” –la tecnología siempre gana–, la de la “digitalización” y la globalización que ésta, sobre todo ésta, conlleva. Siguiendo el espíritu de Eisenhower, podemos decir que “hemos sido obligados a crear una industria de lo digital permanente de vastas proporciones” pero “que debemos cuidarnos contra la adquisición de una influencia desproporcionada”. Cuidarnos de que unos pocos, como Elon Musk, adquieran una influencia desproporcionada.
[¿Están los algoritmos transformando la cultura?]
Esta es una de las grandes tareas de nuestro tiempo, una tarea en la que no debemos –es un dicho, creo, estadounidense – “tirar al niño con el agua de la bañera”; es decir, en la que es necesario conservar todo lo bueno que el mundo de las tecnologías digitales produce (en realidad no hace falta decirlo porque no corre peligro), pero no tolerar que individuos (o supersociedades) que carecen de representatividad sociopolítica elegida por los ciudadanos marquen o condicionen las “agendas globales” de la humanidad, ni siquiera de las nacionales.
Los tiempos de cambio son siempre inciertos: tecnologías del pasado que se ven sustituidas por otras muy diferentes, valores que chocan con nuevos que surgen, generaciones que enfilan su adiós y otras que se abren a la vida. Pero por encima de conflictos, desencuentros, o incapacidades de adecuarse a un mundo nuevo, hay algo que debería ser innegociable: que todos seamos partícipes y, en este sentido, dueños de nuestras sociedades. Y esto solo lo proporciona –es lo que yo creo– la democracia y no visionarios provistos de fortunas y medios superiores a los de muchas naciones.