Epidemia. Más madera, más Baroja. Me estoy preparando para la efeméride de diciembre –150 años del nacimiento de don Pío– releyendo con gran gozo –y con algo de la tristeza que el libro contagia– Los Baroja (1972), las “Memorias familiares” escritas por Julio Caro Baroja. Pero hoy estas líneas no van de Baroja ni de los Baroja, sino de los aforismos. De la epidemia –o pandemia, diría– aforística que nos invade. Don Julio, con su carilla de no haber roto nunca un plato, reparte en su libro estopa –como su tío– a diestro y siniestro. Y en una página muy divertida le toca recibir a Pascal, con bofetada ampliada a los aforismos.
Persuadir. Comenta don Julio uno de los pensamientos pascalianos y dice que, como casi todos los aforismos, está lleno de “falsa persuasión”. No aclara el antropólogo en qué consiste esa persuasión falsa, pero lleva razón. Casi todos los aforismos –sobre todo, los malos– llevan latente el propósito de persuadir, persuadir de la hondura intelectual de quien los formula, de sus concentradas y redondeadas dotes literarias y de la conveniencia para el lector de tomar en consideración y poner en práctica el consejo o la enseñanza, agazapados o explícitos, que contienen.
Consciente del carácter sentencioso de tantos y tantos aforismos, escribe don Julio que “las sentencias son buenas para las hojas de calendario y almanaques”, con lo cual los relega –como haría con los refranes– al baratillo de la autosatisfecha sabiduría popular. Y añade: “Los grandes hombres han pagado mucho tributo a esta clase de productos o subproductos”. ¿Tributo? ¿Subproductos? Gracián o La Rochefoucauld –como antes no pocos sabios griegos y romanos ahora tan de (falsa) moda– se devanaron los sesos durante años para condensar, en ocasiones, su vasto pensamiento en breves frases que, ahora, descontextualizadas y sujetas, como mariposas disecadas, con alfileres se ofrecen al consumo rápido, a modo de filosofía de bolsillo y de guardia, que no hay tiempo para más.
“Los aforismos son buenos para las páginas de calendarios y almanaques", escribió Caro Baroja
Y no solo eso, visto el éxito, proliferan las editoriales, en la era de la fragmentación y del mensaje corto, que escarban en los textos de los grandes filósofos no para ofrecerlos enteros, sino para capturar frases de cómoda digestión –frutos licuados– que ayuden al caminante y le proporcionen la ilusión de haber accedido al cogollo mismo del pensador.
Ese es otro de los múltiples abaratamientos actuales de la Filosofía, sea de la mano, tomada a la fuerza, de Marco Aurelio, Séneca, Schopenhauer o Nietzsche, citados estos dos últimos por hacer un guiño, ya que estamos, a Baroja, que se los leyó –él, sí– de pe a pa.
Ingenio. La otra noche vi con gran placer en una plataforma el Hamlet dirigido e interpretado por Laurence Olivier. Y escuché, creo recordar que de labios del mismísimo Príncipe de Dinamarca, el siguiente aforismo: “La brevedad es el alma del ingenio”. Vaya, yo también acabo de disecar una frase de Shakespeare, pero –“Ser o no ser…”– no he sido el primero. La proliferación de libros de aforismos –sobre todo, en el caso de los de nueva factura– parece indicar algo así como la existencia de una oleada de voluptuoso ingenio.
La voluptuosidad no garantiza el satisfactorio cumplimiento del deseo. Muchos de los aforistas sobrevenidos muestran una voluptuosa ingeniosidad en su afán por la brillantez breve, que se convierte en máscara y trampa de un pensamiento debilucho. Breviario de podredumbre de Cioran, difundido aquí por Fernando Savater hace cinco décadas, parece haber hecho estragos con efecto retardado. Y con graves efectos secundarios y colaterales. No, no es fácil hacerse un Cioran en condiciones. Y acabar estampado en las hojas del Calendario Zaragozano tampoco, que conste.