Aventura alrededor de las grandes lecturas científicas
Las obras de Darwin, Rachel Carson, Stephen Jay Gould, Carl Sagan u Oliver Sachs pueden resultar tan entretenidas como el mejor relato de ficción.
Una de mis preocupaciones es la formación cultural de los jóvenes, especialmente de los llamados “nativos digitales”, una denominación, por cierto, que tiene los días contados porque no pasará mucho tiempo antes de que todos lo sean, y los que se resistan a serlo tendrán un problema ya que la sociedad impone sus reglas, aunque no nos gusten.
Y recuérdese que la tecnología siempre gana; lo ha hecho en el pasado, no siendo pocos los beneficios que hemos obtenido de ella, independientemente de que hayan existido y existan inconvenientes o perjuicios. Entre los últimos, figura prominente, en mi opinión, el ensimismamiento que observo en muchos jóvenes, atentos a la última tecnología o aplicación (app), y cuyas miradas parecen no tener más horizonte que las pequeñas pantallas.
Un posible remedio para esta abducción tecnológico-informática se encuentra en la cultura y, dentro de ella, en lo que los jóvenes leen. Y en este punto entra la enseñanza que reciben en colegios o institutos. Reconozco que no estoy al tanto de las lecturas que acompañan a los diferentes cursos de los programas de estudio. Supongo que estarán limitadas, o muy centradas en las asignaturas de lengua, literatura y filosofía. Y sospecho que esas lecturas recomendadas o impuestas se centran en escritores clásicos, incluyendo los de los siglos XIX y XX.
La lectura de 'Primavera silenciosa', de Rachel Carson, constituirá una lección y un recuerdo inolvidables
Lo entiendo y no lo cuestiono. Como entiendo las recurrentes quejas de docentes y otras personas de que no se presta demasiado atención, u horas lectivas, a materias como el latín, la filosofía o la historia, aunque en este punto pienso que acaso otro tanto se podría decir de asignaturas como la física, la química o la biología.
La educación –anterior a la universidad o formación profesional del tipo que sea– de niños y jóvenes debe tener como meta suministrarles una serie de conocimientos que les permitan tener vidas más plenas, independientemente de qué caminos profesionales puedan seguir más tarde. Proveerles de la base para que vayan adquiriendo una, digamos, visión del mundo, algo que les ayude a entenderse a sí mismos y al mundo que les rodea.
Y para ello, por supuesto, obras de literatura o de filosofía son necesarias e importantes, pero ni mucho menos son las únicas. Y quiero aprovechar este artículo para realizar una pequeña contribución al bagaje de libros de ciencia accesibles, fáciles de entender, que deberían conocer los jóvenes en la educación secundaria, o en el tan importante ámbito familiar.
Mi primera recomendación es El origen de las especies, de Charles Darwin, cuya primera edición se publicó en 1859. Ninguna otra obra, literaria o filosófica, permite comprender mejor lo que somos, y la relación que mantenemos con toda la vida que ha existido o que nos rodea. Es un texto que se puede leer con cierta facilidad –no incluye ninguna expresión matemática– y que contiene frases memorables que pronosticaron mucho de lo que vendría, una de ellas, justo al final del libro: “En el futuro distante veo amplios campos para investigaciones mucho más importantes. La psicología se basará sobre nuevos cimientos, el de la necesaria adquisición gradual de cada una de las facultades y aptitudes mentales. Se proyectará luz sobre el origen del hombre y sobre su historia”.
De Darwin también es recomendable el libro Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839), que escribió sobre el viaje de cinco años que emprendió en su juventud en el Beagle, un barco de la marina inglesa. No solo permite acceder a aquel periplo que tanto le influyó, y a parte del mundo que existía entonces, sino que también contiene reflexiones básicas sobre cuestiones como la esclavitud. Casi al final del libro encontramos una de esas frases que deberían quedar grabada en la mente de cualquiera: “Si la miseria de esos infelices [trabajadores explotados o esclavos en las colonias americanas] se debiera no a las leyes de la Naturaleza sino a nuestras instituciones, grave sería nuestra responsabilidad”.
Después de Darwin, no puedo imaginar mejor lectura que el maravilloso, a la vez que delicado y estremecedor, libro de la zoóloga estadounidense Rachel Carson Primavera silenciosa (1962), en el que se efectúa una poderosa y efectiva denuncia de los efectos nocivos que para la naturaleza tiene el empleo masivo de productos químicos como los pesticidas, el DDT en particular.
En un tiempo, el nuestro y más aún en el de los que se están abriendo o abrirán pronto a la vida, en el que la contaminación de la tierra y el cambio climático son evidentes, la lectura de Primavera silenciosa, emocionará a los jóvenes tanto como lo ha hecho durante ya varias generaciones a innumerables personas, y constituirá una lección y un recuerdo inolvidables para ellos.
El amor por la ciencia, por su pureza, independientemente de sus posibles aplicaciones, al igual que el amor a la buena literatura, constituye un bien que debería ser fomentado, al fin y al cabo la ciencia es una de las habilidades más características de nuestra especie. Y para ello recomiendo otro libro exquisito, cuya lectura deja huella. Un libro sobre matemáticas, esa materia tan injustamente temida: Apología de un matemático (1940), de Godfrey Harold Hardy.
Son muchas las lecturas perfectamente adecuadas y asequibles para los jóvenes que podría recomendar. Obras de autores como el paleontólogo Stephen Jay Gould –algunos ensayos contenidos en libros como El pulgar del panda (1980) o Acabo de llegar (2002)–; de Dian Fossey, Gorilas en la niebla (1983), un canto de amor, y de sacrificio (fue asesinada por cazadores furtivos), a otras especies, los gorilas en su caso; del neurólogo Oliver Sacks –¿por qué no, El tío Tungsteno (2001)? –; o del astrofísico Carl Sagan, pero no su celebérrimo Cosmos, sino Un punto azul pálido (1994).
El “puntito azul” es la Tierra, “nuestro hogar”, en el que “conviven nuestra alegría y nuestro sufrimiento, miles de religiones, ideologías y doctrinas económicas, cazadores y forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores de civilización, reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y padres y esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética, políticos corruptos, santos y pecadores de toda la historia de nuestra especie han vivido ahí, sobre una mota de polvo suspendida en un haz de luz solar”.
Ayudemos a los jóvenes a leer también obras de ciencia. El futuro, que está en sus manos, será así mejor.