Los sueños y la rotación de la Tierra, una conexión inesperada
¿Se forman los sueños para "defender" el área cerebral encargada de los impulsos visuales? ¿Tendrá el 'Homo sapiens' nuevos sentidos en el futuro?
“En tiempos que podemos llamar precientíficos, la explicación de los sueños era para los hombres cosa corriente. Lo que de ellos recordaban al despertar era interpretado como una manifestación, benigna u hostil de poderes supraterrenos, demoniacos o divinos. Con el florecimiento de la disciplina intelectual de las ciencias físicas, toda esta significativa mitología se ha transformado en psicología, y actualmente son muy pocos, entre los hombres cultos, los que dudan aún de que los sueños son una propia función psíquica del durmiente”.
Así comienza La interpretación de los sueños (1900), el muy influyente libro de Sigmund Freud. Con su poderosa narrativa, el creador del psicoanálisis sostenía que el estudio de los sueños había pasado de la mitología a la psicología y que lo que él pretendía era estudiar “la significación psíquica del acto de soñar” e “inquirir si los sueños pueden ser interpretados”.
Y, efectivamente, a “interpretar” los sueños dedicó su innovadora carrera, que le reportó fama universal, para muchos hoy no tanto por las respuestas que dio como por la forma en que las presentó.
Freud sostenía que el estudio de los sueños había pasado de la mitología a la psicología, quería “inquirir si pueden ser interpretados”
En uno de sus libros, Genios (Anagrama, 2005), el gran crítico literario Harold Bloom escribió que los enemigos de Freud lo invalidan “por ser un charlatán, cosa que es absurda, no era un charlatán, o lo era tanto como el Sócrates del Banquete de Platón.
El Freud que permanece es el gran ensayista moral, un escritor comparable a Montaigne. Las grandes figuras de la literatura del siglo que recién termina fueron Proust, Joyce, Kafka y Freud, además de los grandes poetas contemporáneos de aquellos”.
Tanto si Bloom exageraba como si no, lo que es indudable es la gran atracción e influencia que Freud ejerció durante, al menos, dos o tres generaciones. Creía que el psicoanálisis era una ciencia que llegaría a ser considerada como una contribución a la biología. Hace tiempo que muchos cuestionan que haya sido así, aunque de lo que no hay duda es que abrió la puerta al estudio del mundo onírico.
De hecho, en sus primeros trabajos, en general desconocidos, Freud intentó estudiar los sueños desde el punto de vista de la biología, pero esta aún no se encontraba lo suficientemente desarrollada.
Porque una cosa es interpretar los sueños, tarea sometida a demasiadas ideas idiosincráticas, y otra entender cómo surgen en ese pequeño universo que llevamos dentro, el cerebro, con sus aproximadamente 86.000 millones de neuronas, que al intercomunicarse entre ellas alcanzan en torno a centenares de billones de conexiones.
Más de un siglo después de la publicación de La interpretación de los sueños, las neurociencias se encuentran en una situación muy diferente.
No es que sean capaces de resolver el gran problema, el de las características y productos de la actividad cerebral, como la capacidad de tener conciencia de sí mismo y de pensamiento simbólico, o de actividades como el sueño, pero sí han avanzado lo suficiente como para que se puedan formular hipótesis tan novedosas como la que he encontrado en un libro fascinante: Una red viva. La historia interna de nuestro cerebro en cambio permanente (Anagrama, 2024), del neurocientífico estadounidense David Eagleman.
Básicamente, Eagleman sostiene que el cerebro no es el sistema estrictamente organizado que se suponía, en el que distintas zonas tienen asignadas tareas concretas –la vista, el oído, el habla, el olor, etc, –, zonas en las que si por alguna razón las neuronas que la componen dejan de recibir información, entonces esa región queda inutilizada, sin funciones que cumplir.
Por el contrario, Eagleman defiende que cuando eso sucede se produce una reasignación neuronal, de manera que se pueden realizar otras tareas en el territorio en cuestión. En otras palabras, que el mapa cerebral del cuerpo no está genéticamente programado sino que queda definido de manera flexible por los impulsos que recibe.
Como sucede, por ejemplo, cuando los ojos de una persona sufren algún tipo de daño que hace que ya no fluya señal por los caminos que van a la corteza occipital, la zona considerada como la corteza “visual”; entonces, esa zona, las neuronas que la constituyen, queda libre y es capaz de desempeñar otras funciones, como, por ejemplo, “interpretar” la información táctil para leer en braille. Y así con otros sentidos.
Una vez constatado este funcionamiento plástico del cerebro, Eagleman propone una hipótesis para explicar el origen, el porqué de los sueños, hipótesis que relaciona con la rotación de la Tierra. “En la competición crónica e implacable –escribe– por hacerse con territorio cerebral, el sistema visual tiene que enfrentarse a un problema singular. Debido a la rotación del planeta, queda sumido en la oscuridad una media de doce horas cada ciclo”.
Y es para mantener activa durante la noche la zona encargada de recibir los impulsos visuales, y evitar que sea “ocupada” por las áreas adyacentes para desempeñar sus correspondientes funciones (sentidos), por lo que “inventó” soñar. “Los sueños son el mecanismo mediante el cual la corteza visual evita la invasión.” Fascinante.
Ahora bien, y dejando ya de lado los sueños, si nuestras experiencias normales no son más que impulsos sensoriales, se abre la puerta a la posibilidad de aumentar las posibilidades perceptivas de los humanos haciendo llegar al cerebro otras señales.
Implantar electrodos o microcircuitos es una posibilidad actualmente en curso, pero cuando se introducen semejantes dispositivos en el cerebro, su tejido reacciona intentando expulsarlos. En este sentido, la tecnología está avanzando con tal rapidez que ya asoman otras posibilidades.
Una a la que hace referencia Eagleman es el denominado “polvo neuronal”: dispositivos eléctricos extremadamente pequeños que se desperdigarían por la superficie del cerebro registrando datos, enviando señales a un receptor y mandando pequeñas descargas a la parte del cerebro en que estén colocados. También el diseño de moléculas complejas que actúen como robots microscópicos que impregnen a las neuronas.
[Sigmund Freud y el fin de una ilusión]
Así, tal vez podríamos ver colores más allá de nuestra actual franja visual, en el infrarrojo, por ejemplo; oír sonidos en las frecuencias (mucho más altas) en las que oyen los perros, o ser sensibles al campo magnético, como sucede con las aves que migran, o las tortugas que regresan cada año a desovar en las mismas playas en que nacieron.
Surge así la pregunta, que sólo el tiempo responderá, de cómo serán los Homo sapiens del futuro: ¿cíborgs provistos de nuevos “sentidos”?