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Cine

Kirk Douglas y Lauren Bacall en 'Diamonds', 50 años después

26 abril, 2000 02:00

Ahora que Diamonds nos devuelve sus rostros en la pantalla grande sin temor a las especulaciones a que puedan dar lugar las arrugas y las operaciones, siguiendo el camino de Charlton Heston y Ann Margret en Un domingo cualquiera, de Richard Farnsworth en Una historia verdadera o de Walter Matthau en Colgadas, bueno es que recordemos que Lauren Bacall, la chica del bar de la Martinica, su desconfiada esposa, y Kirk Douglas, el hombre sin estrella, líder de los vikingos y de los gladiadores, dos de los más carismáticos actores del cine clásico americano, dos talentos a prueba del tiempo y las modas, habían cruzado sus destinos en la vida y en el cine hace cientos de años.

En 1939 el joven Issur Danielovitch Demsky, hijo de judíos rusos emigrados al estado de Nueva York, tenía veintitrés años y acababa de ingresar en la Academia de Arte Dramático. Había cambiado su nombre por el de Isadore Demsky, pero nadie le conocía todavía por Kirk Douglas. Las tardes de los viernes actuaba con el grupo teatral de la Academia en las funciones que se representaban en el Carnegie Lyceum. En 1940, una chica de Brooklyn, llamada Betty Perske, había terminado la escuela secundaria y había ido a dar con sus hermosos huesos en la Academia de la calle 57. Con el tiempo el mundo entero la adoraría por su forma de pedir fuego a Humphrey Bogart, por el movimiento de sus caderas y por el encanto irresistible con que supo seducir a un cronista deportivo con la cara de Gregory Peck. Aún no se llamaba Lauren Bacall. En la Academia era amiga de Nina Foch, la dama rica que perdió a su americano en París por culpa de Leslie Caron. Allí aprendían expresión corporal, danza y esgrima. Y también a bailar la rumba con un profesor que pretendía propasarse: “No se puede bailar la rumba si no se ha vivido”, decía el muy ladino.

El Carnegie Lyceum estaba en la planta baja de aquel centro y una tarde Betty bajó a ver una de las representaciones que hacían los alumnos de los cursos superiores. Y luego vino otra tarde, y otra, y otra. La chica de Brooklyn se quedó enganchada por el talento de uno de esos actores, que tan pronto hacía un personaje actual como encarnaba un petimetre en una comedia de época. Le parecía el mejor y el más atractivo. Era Kirk Douglas.

“Un viernes -contaba Bacall en sus memorias- estaba yo en el vestíbulo hablando con unos amigos durante el descanso cuando miré hacia abajo y allí estaba él, mi héroe, el actor maravilloso, mirándome. Cabello rubio, ojos azules, barbilla hendida. Temblé, por supuesto”. La hija del coronel Sternwood, que haría beber a Bogie el elixir del sueño eterno, y el otro yo de Vincent van Gogh, entablaron conversación un par de viernes después de aquel cruce de miradas. Y pasadas unas semanas, Kirk la invitó a cenar al restaurante chino de Greenwich Village. Ella estaba colada, impresionada por aquel chico que no tenía un dólar y que tanto había sufrido y luchado para llegar a subirse a un escenario. “Nunca había tenido novio y las chicas judías buenas son vírgenes hasta que se casan”, contaba Betty Bacall sin aclarar hasta dónde llegaron sus relaciones con aquel compañero del hoyito en la barbilla. Ella le presentó a su familia y soñó que representaba una función junto a él y después vivían una hermosa historia de amor para toda la vida. Le contó sus quimeras a una amiga de las Bermudas y recibió un jarro de agua fría por respuesta: “Nunca te compliques con alguien como él. Te lastimarás. Los actores no son de confianza”. Luego supo que su amiga había salido con Kirk Douglas y estaba completamente desengañada.

En los años de la guerra, Kirk Douglas escribió cartas a Lauren Bacall. Ella adoraba recibirlas, pero comprendía que sus confidencias se debían más a la soledad que a un sentimiento amoroso. Luego, Kirk trabajó de camarero en Broadway y Betty arrastraba a su madre hasta allí para beber una copa entre las dos y mirar al camarero. Pero en 1943 todo quedó aclarado. Su amiga de las Bermudas, Diana Dill, se había casado con el hijo del trapero, y pronto se convertiría en la madre de Michael Douglas, cincuenta y cinco años antes de que el pequeño Michael decidiera tirarle los tejos a la novia del Zorro.

Bacall y Douglas en una escena de 'El trompetista' (1950)

Betty Bacall fue contratada por Howard Hawks y deslumbró al personal en Tener y no tener y El sueño eterno. Fue a Bogart y se lo quedó. Kirk Douglas triunfó primero en el teatro y entró en Hollywood de la mano de Barbara Stanwyck en El extraño amor de Martha Ivers. Escaló peldaños paso a paso hasta que llegaron Carta a tres esposas, El ídolo de barro y El trompetista. En esta estupenda película de Michael Curtiz, daba vida al trompetista Rick Martin, un personaje real basado en la vida de Bix Beiderbecker, cuya carrera quedaría truncada por culpa del alcohol. En el filme había dos chicas. Una era Doris Day, la buena, estrella de musicales en la Warner, que se defendía correctamente en un papel dramático. La otra, la mala, se llamaba Amy North en la ficción y era una estudiante de psiquiatría de la que el trompetista caía rendidamente enamorado. Ella se casaba con él, pero luego destruía su magnífica colección de discos de jazz y lo dejaba tirado, precipitando su caída en el alcoholismo.

Para este papel llamaron a Lauren Bacall, cuyas relaciones con la Warner en esa época eran peor que malas. El reencuentro de Kirk Douglas y Lauren Bacall fue memorable, aunque la película no tuvo el éxito que merecía. Betty contó que se entendieron muy bien en el plató, hablaron del pasado y flirtearon un poco sin llegar a mayores. Ahora Kirk Douglas y Lauren Bacall, muy mayores, después de cincuenta años, con largas y magníficas carreras a sus espaldas, vuelven en Diamonds. Que sea lo que Dios quiera. Vi a Lauren Bacall espléndida y divertida en el Hotel María Cristina de San Sebastián hace unos años. La ví en la tele, notablemente cabreada, la noche que le robó el Óscar Kim Basinger. La he vuelto a ver hace unos días en la muy interesante versión de Otra vuelta de tuerca de Henry James, que acaba de dirigir el debutante español Toni Aloy.

Su trabajo es excelente, su voz aguardentosa y tabaquera, profunda y radical, sigue siendo un prodigio. El protagonista de Un extraño en mi vida y Dos semanas en otra ciudad es uno de los mejores actores de la historia del cine. Ella es un mito viviente. Si la película no les gusta, siempre queda la posibilidad de mirar hacia atrás.