Image: Todos a la cárcel

Image: Todos a la cárcel

Cine

Todos a la cárcel

16 enero, 2002 01:00

Humillante escena carcelaria en El experimento, de Oliver Hirschbiegel

El director alemán Oliver Hirschbiegel debuta con El experimento, una interesante aproximación al cine carcelario en clave de espectáculo sociológico, basado en un hecho real novelado y documentado por Mario Giordano. Con motivo de su estreno este viernes en nuestras salas, desde los clásicos como Soy un fugitivo o La leyenda del indomable a producciones recientes como La milla verde, El Cultural hace un repaso al mejor cine presidiario, uno de los subgéneros más característicos de la esencia apocalíptica del cinematógrafo.

En El experimento, el alemán Oliver Hirschbiegel introduce al espectador en una pesadilla en la que realidad y ficción se confunden, en un diabólico juego que podría parecer producto de la más negra ciencia ficción: un grupo de hombres se convierte en ratas de laboratorio para un experimento que investiga la agresividad en los ambientes carcelarios. A cambio de 2.000 dólares, durante dos semanas, veinte personas se transforman en guardianes y prisioneros, en una cárcel perfectamente simulada... y, naturalmente, acaban creyéndose sus "papeles". Lo alucinante, claro, es que El experimento no se basa en ninguna ficción, sino en un hecho real, narrado por Mario Giordano en su novela-documento The Experiment-Black Box. Y ante cualquier duda, basta recordar fenómenos sociológicos tan recientes como Gran hermano para comprender que el ser humano, en la época más civilizada de la historia de Occidente, está más que dispuesto a dejarse encerrar en nuevas cárceles que, más allá del espacio físico delimitado por paredes, techos y barrotes, no son sino las cárceles imaginarias de su psicología y su mente, las mismas Carceri d’invenzione que soñara Piranesi en sus grabados más delirantes.

Un lugar privilegiado
Es lógico que este "experimento" se haya convertido en cine. El cine, como reflejo especular de los sueños y pesadillas del hombre contemporáneo, nos ha ofrecido en incontables ocasiones la experiencia vicaria de ser prisioneros durante unas horas. Sufrir las torturas más brutales, las humillaciones más tremendas, los peores insultos... De manera inofensiva. El cine "carcelario" es uno de los géneros más característicos de la esencia apocalíptica del cinematógrafo. Es decir: una "revelación" clara y directa de nuestros deseos más morbosos y complejos. Desde los años 30, las historias de presos y penalidades carcelarias han ocupado un lugar privilegiado en Hollywood, justo a medio camino entre el cine de prestigio e incluso el cine "social"... y la pura y directa explotación comercial de nuestros más "bajos" instintos. Desde clásicos como Soy un fugitivo (1932) o 20.000 Years in Sing-Sing (1933), asociados al mejor cine negro de Hollywood, pasando por películas tan emblemáticas de un cine "concienciado" como El hombre de Alcatraz (1962), La leyenda del indomable (1967) o Brubaker (1980), el cine penitenciario ha visto, sin embargo, cómo todas sus buenas intenciones acababan, afortunadamente, fructificando en una floreciente industria psicotrónica y comercial. Los filmes "penitenciarios" producidos por Roger Corman o la Troma, realizados en pleno apogeo del cine "S" por Jesús Franco o docenas de directores italianos, y las películas de acción norteamericanas de los 80, protagonizadas por Hércules carcelarios como Sylvester Stallone o Jean Claude Van Damme, son lo que, en verdad, constituye la más pura y prístina tradición del género. Sus escenas de duchas, sus peleas en calzoncillos o a pecho descubierto, sus torturas y humillaciones sin fin, sus arquetípicos directores y directoras de prisión, tiránicos, crueles y siempre inconfesamente enamorados de sus víctimas, y, desde luego, los romances gays o lésbicos que surgen siempre entre el prisionero novato y su protector curtido por las rejas.

Todo nos retrotrae con juguetón descaro al escenario sadiano por excelencia, que el propio Divino Marqués sufrió en sus carnes, y que constituyó ya, desde los tiempos del folletín y la novela gótica, todo un género comercial explotado con éxito por autores clásicos como Victor Hugo, Alejandro Dumas o el frenético Petrus Borel. Muchos títulos podrían citarse, añadiendo también que más de un director de prestigio -por ejemplo, Jonathan Demme con su Cárcel caliente (1974)- hizo sus primeras armas con estos excesos sadomasoquistas y festivos que nos permiten "sufrir" los placeres y excesos prohibidos del encierro y la injusticia... Pero una sola obra maestra nos sirve de modelo perfecto para definir el género: Motín en el reformatorio de mujeres (1986), del director de culto gay Tom DeSimone. Un delirio psicotrónico, resumen y parodia perfecta del género, con un neumático reparto que incluye a la mítica Sybil Danning y a la llorada estrella punk Wendy O. Williams.

Variada selección
Naturalmente, el cine carcelario es tan variado como variadas pueden ser las prisiones creadas por el ser humano para encerrar a sus semejantes. Películas penitenciarias son títulos tan distintos como La naranja mecánica (The Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick... o Cadena perpetua (1994), de Frank Darabont, según la novela de Stephen King; una fórmula que repitiría después con la más ligera La milla verde (The Green Mile, 2000). Subgénero carcelario podría considerarse también el que componen los muchos filmes sobre campos de concentración y prisioneros de guerra, desde películas de aventuras como La gran evasión (1963), hasta frescos histórico-propagandistas de calidad indudable como La lista de Schindler (1993), de Spielberg, verdadero experto en la materia, como demuestra también con la más sorprendente y estimable El imperio del sol (1987), según el libro de J. G. Ballard.

Hasta la ciencia ficción puede ofrecer un marco más que apropiado para nuevas cárceles, más crueles y sofisticadas gracias a los avances de la tecnología, decorado futurista que añade atractivo a los mismos viejos tópicos característicos del género, cosa bien evidente en genuinas piezas de exploitation como Fortaleza infernal (1992), de Stuart Gordon, o la entretenida Escape de Absolom (1994), de Martin Campbell. Como más de uno habrá notado ya, las historias de fugas constituyen, dentro del propio cine carcelario, un tema fundamental, que a veces aparece sólo como un componente más del argumento -El expreso de medianoche (1978), de Alan Parker, centrada en la denuncia política, o en clave de comedia de la mano de Jim Jarmusch en Bajo el peso de la ley (1986)- y, en otras ocasiones, constituye el centro mismo de la historia, como ocurre en clásicos tan recuperables como La evasión (1960), del francés Jacques Becker, historia real según novela del entrañable José Giovanni; el viaje pesadillesco de Steve McQueen (experto en el género) y Dustin Hoffman en Papillon, de Franklin J. Schaffner, o como la mismísima Fuga de Alcatraz (1979), de Don Siegel, oportunidad única para apreciar el físico de un maduro Clint Eastwood en todo su esplendor. Sin duda, uno de los atractivos propios del género.

Con El experimento (2001), parece que vuelve un cine carcelario más "serio", más preocupado por los comportamientos agresivos y su manipulación que por su explotación estética y cómplice... Parece, digo. Porque, en el fondo, incluso la más "seria" y "concienciada" película penitenciaria nos arrastra por el morbo y el disfrute sensual y vicario de los placeres sádicos y masoquistas más evidentes. Tanto que, quizá, mientras estamos sentados en la butaca del cine, vibrando a cada golpe de látigo o de porra, perdemos, quizá, la conciencia de que también nosotros somos prisioneros encerrados en una prisión postmoderna: la propia sala de cine. Y disfrutando de ella.