Director: Steven Soderbergh. Intérpretes: George Clooney, Natascha McElhone. Guionista: Steven Soderbergh. Fecha estreno: 14 de febrero / Hispano Foxfilm
Es la segunda vez que se rueda una película inspirada en la novela Solaris, del escritor polaco Stanislaw Lem. Ahora, Steven Soderbergh, uno de los directores norteamericanos más personales y comerciales al tiempo, nos da su visión de la aventura metafísica que antes subyugara al cineasta soviético Andrei Tarkovsky.
Solaris es un filme de rostros. El rostro perplejo y compungido de George Clooney y, sobre todo, el gélido y hermoso rostro prerrafaelista de Natascha McElhone, una fría belleza de otro planeta, que hipnotiza al espectador, hasta hacerle dudar de algo que sabe desde el principio: que está muerta. Que no es ella. Steven Soderbergh ha llevado la novela de uno de los grandes literatos del siglo XX desde sus planteamientos netamente metafísicos y metagenéricos al terreno del romanticismo minimalista. Un romanticismo que, como el del filme de Tarkovsky, que tampoco era demasiado fiel al original literario (detalle que deberían recordar algunos aficionados al género que se han cebado ya en la nueva versión), no invalida la especulación filosófica. De hecho, aunque a veces Soderbergh pareciera estar dejándose atrapar por el sentimentalismo, siempre acaba evitándolo al convertir su historia de amor, intimista y casi bergmaniana, en una angustiosa pregunta existencial sin respuesta. O, por lo menos, sin respuesta fácil.
Como película, Solaris echa mano de planteamientos estéticos, narrativos e iconográficos, más propios de la ciencia ficción de los años 60 y 70 que de las fanfarrias futuristas y espaciales actuales. Su futuro próximo está hábilmente descrito con pinceladas de fondo, pequeños detalles de vestuario y decorado, debidos al exquisito trabajo de Milena Canonero y Philip Messina, que se deslizan ante el ojo del espectador sin estridencia alguna. En el espacio, como en el de verdad, nadie puede oír tus gritos... Ni nada de nada. En cambio, en el interior de la base espacial, que flota confiada alrededor del enigmático planeta Solaris, no hay un segundo de silencio: todo está invadido por el ruido sordo y bajo de los motores y sistemas, tal y como ocurre en la realidad. Soderbergh se muestra intencionadamente parco, conciso, severo, imitando el estilo europeo del Solaris original o del 2001 de Kubrick, con escalofriante perfección y falsa sencillez. Evitando cualquier atisbo de artificio, huyendo del suspense barato que podría haber generado la historia, y que le habría llevado a un terreno cercano a filmes como Horizonte final o Esfera, plagios disimulados de la novela de Lem, travestida en historia de terror barata. Pero Soderbergh confía, y con razón, en los rostros (bueno, y en el trasero de Clooney). Tanto durante el largo flashback que cuenta la trágica historia de amor de los protagonistas, como a partir del momento en que el personaje de Clooney decide aceptar a “eso” que tiene toda la apariencia de ser su difunta esposa, los hermosos rostros de ambos narran a la perfección su historia de perplejidad e incertidumbre.
El dilema original de Lem, la imposibilidad del hombre para concebir una inteligencia extraterrestre no antropomórfica, se ve irremediablemente reconvertido en otro muy distinto, pero igualmente angustioso y postmoderno: ¿el original o la copia? Walter Benjamin habría sufrido pesadillas viendo este Solaris, Marshall McLuhan habría invocado a Teilhard de Chardin, mientras que Andy Warhol probablemente habría tenido sueños húmedos. Las réplicas que “fabrica” Solaris de seres humanos, para contactar con la tripulación terrestre del Prometheus, poseen los recuerdos, la personalidad, y todas y cada una de las características físicas y psicológicas de los originales... Salvo la difusa y aterradora conciencia de no “ser” los originales. Todo el suspense, el horror subyacente en la historia, se cifra en esta angustia. Solaris se emparenta así con filmes fundamentados en el miedo a la pérdida de la personalidad o, mejor dicho, a la imposibilidad de una auténtica propiocepción espiritual o metafísica, como Blade Runner, Desafío total o Matrix, pero prescindiendo de los artilugios efectistas del thriller.
El final de este Solaris puede parecer, a primera vista, una simple estratagema para articular un absurdo happy end. O, peor aún, una celebración New Age de algún tipo de religiosidad trascendentalista. Sin embargo, yo lo veo como una celebración de la belleza inmortal. Una irónica y ambigua reflexión sobre la naturaleza de la imagen y la verdad de nuestro reflejo en el espejo. Si somos guapos, jóvenes, enamorados e inmortales... ¿qué importa que no seamos nosotros?