Image: Comedia romántica fuera de catálogo

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Cine

Comedia romántica fuera de catálogo

Punch-Drunk Love

6 marzo, 2003 01:00

Adam Sandler y Emily Watson en Punch-Drunk Love

Director: P. T. Anderson. Intérpretes: Adam Sandler, Emily Watson. Guionista: P. T. Anderson

Por si acaso la fulgurante lluvia de ranas que caía, cual plaga laica de brusca irrupción y contundentes efectos, sobre los incrédulos personajes de Magnolia no hubiera sido suficiente para avisar ya -a quienes por entonces desconocieran todavía la poderosa dramaturgia y el potente arrastre visual de Boogie Nights- de que Paul Thomas Anderson es, decididamente, un cineasta fuera de norma, ahora su nueva película tendrá la virtud de desconcertar, incluso, a sus más acérrimos seguidores. Pues hay pocas películas, en la actualidad, capaces de sorprender tanto desde su mismo punto de partida y muchas menos, todavía, de mantener a lo largo de todo su metraje una capacidad de inventiva equivalente a la que muestra el discurrir aparentemente errático propuesto por la historia y las imágenes de este inteligente juguete lúdico titulado Punch-Drunk Love.

La propuesta supone un giro de ciento ochenta grados en la obra de su director. Tras la intensa y sombría radiografía coral organizada por Anderson en su película anterior -crisol trágico y analítico, disección feroz de una América oscura, enferma de dolor y de traiciones morales- este cineasta imprevisible, heredero aquí del Scorsese más juvenil y juguetón (el que oscila entre El rey de la comedia y After Hours, para entendernos) se descuelga con la historia de un espíritu simple, un joven tímido y apocado que vive una existencia anónima y oscura, dominado por la presión familiar de sus siete hermanas y de su trabajo rutinario hasta que, de pronto, un coche vuelca estrepitosamente delante de la nave industrial en la que trabaja y deja sobre la acera -a modo de misteriosa misiva o de mensaje jeroglífico- un pequeño harmonium, tras lo que una atractiva mujer se le acerca para pedirle que custodie su coche hasta que abra el garaje contiguo.

Estas dos situaciones, presentadas la primera como un suceso de índole casi fantástica (susceptible de evocar la famosa lluvia de ranas) y la segunda como un encuentro fortuito y sin aparente relevancia, provocan un vuelco fundamental en la vida de Barry Egan, inesperado pariente lejano de aquel Mr. Chance de Hal Ashby, renacido ahora bajo la apariencia de un ingenuo y acomplejado individuo que parece vivir en otro mundo sin apenas conciencia de las convenciones que organizan la sociedad real: un personaje escrito y filmado por Anderson a partir de una figura real, un tal David Phillips, famoso por haber acumulado cupones de 12.150 potitos de pudding para conseguir -en virtud de una oferta promocional que el susodicho se tomó en serio- billetes de avión suficientes para recorrer dos millones de kilómetros.

Con estos mimbres, ya de por sí bastante insólitos, Anderson acaba por fraguar un insólito retrato conductista de una figura incatalogable (creación genial de un sobrio, casi desconocido Adam Sandler), un individuo que vive dentro de una extraña burbuja -de cierto parentesco con el universo misterioso y atrabiliario de David Lynch- hasta que la irrupción de la normalidad (personificada por el personaje de Emily Watson) sacude con fuerza su vida y le da energías para reaccionar frente a todas las trampas de las que se encuentra prisionero: la de su propia familia y las de la intriga que le muestra, inicialmente, como víctima propiciatoria.

Una banda sonora estridente y heterodoxa donde las haya, unos sorpresivos interludios cromáticos con forma de fundidos y una planificación empeñada en capturar la relación del personaje con el espacio en el que se mueve (la sombra de Jacques Tati se proyecta a través de esta rendija sobre numerosas secuencias de la película) acaban por dar forma a un itinerario lleno de sorpresas, conducido por una criatura de otro planeta que es el principal activo de la propuesta. Su mirada ensimismada, su manera de andar y de moverse, su estilo de vestir y su forma de estar en el mundo -impermeable a cuantos códigos de comunicación conforman su sociedad y su tiempo- organizan así una fábula de inesperado sustrato revulsivo y de suave pátina fantástica sobre la capacidad transgresora de la inocencia.

El precio a pagar por semejante audacia equivale al desafío que supone colocar sobre la pantalla una obra que, desde el primero hasta el último de sus fotogramas, respira una iconoclasta y saludable libertad para jugar -de forma desprejuiciada- con las convenciones tradicionales del género aparente al que parece acercarse la película: algo así como una comedia romántica filmada desde una mirada impasible, un juguete cómico preñado de inexplicable misterio y habitado por figuras que parecen sacadas de una versión paródica de Terciopelo azul. Un estimulante ejercicio de libertad.