El tercer hombre
En las alcantarillas de Viena, por Eugenio Trías
25 septiembre, 2003 02:00Joseph Cotten en El Tercer Hombre, de Carol Reed
El tercer hombre -próxima entrega de La Filmoteca de El Cultural del jueves 2 de octubre- es, para el filósofo y ensayista Eugenio Trías, "una de las mejores películas del género de espionaje característico de la posguerra". Dirigida por Carol Reed, en este gran clásico del cine negro se dieron cita enormes genios como el actor y cineasta Orson Welles, el escritor Graham Greene y el productor David O’Selznick. En el cuaderno de 16 páginas que se entrega junto al DVD, este artículo irá acompañado de la crítica de Sergi Sánchez y la escena preferida del cineasta José Luis Borau.
Recuerdo una película característica de aquella ciudad destrozada y proclive a todas las historias de espionaje y de contra-espionaje. Se llamaba El Danubio rojo; no era ya el bello Danubio azul de la alegre y despreocupada burguesía y aristocracia vienesa, frívola y desmemoriada como ninguna, madrastra con sus mejores hijos, sobre todo musicales, siempre proclive a las modas y a los caprichos de gusto y de opinión: ese hermoso Danubio azul se había teñido de sangre; o algo peor, estaba en manos del infame régimen comunista de Stalin, el que marcaba un ambiente tétrico y policíaco, o de sórdidos crímenes, en aquella tenebrosa posguerra.
Al Danubio iban a parar todas las cloacas y alcantarillas por donde fluían los detritus y desperdicios de esa ciudad. Y éstos componían un paisaje de tráficos de toda especie, algunos particularmente lacerantes por la inhumana propensión de bandas delincuentes a lucrarse, en el mercado negro, de las más urgentes necesidades de los habitantes de esa castigada ciudad: por ejemplo, los artículos de primera necesidad de la medicina, como la penicilina, que una infame red había adulterado para lograr fines lucrativos, sembrando por todos los hospitales de infancia casos terroríficos de monstruosas malformaciones congénitas: esa es la trama de la gran película que, en cierto modo, marcó la pauta de todas las historias de espionaje que le siguieron; una de las mejores películas de este género característico de la posguerra; una colaboración bien urdida entre dos productores, uno inglés, otro americano: Alexander Korda y David O. Selznyck.
Se llamó El tercer hombre y fue un éxito extraordinario de taquilla. Todos la asociamos a un ritmo pegadizo como ninguno, un tañido de cítara -de Anton Karas, el citarista- que enuncia un tema elemental, sencillo, muy fácil de recordar; insiste en momentos cruciales del relato, siempre de manera obsesiva, machacona; con sus presencias intermitentes, o a través de sus mismas ausencias, inunda de principio a fin la atmósfera de esta película tan peculiar.
La película es el mejor ejemplo de lo que el cine siempre es: un ejercicio de muchas voluntades conjuntadas. Un excelente guión donde Graham Greene revela su capacidad de generar una intriga policíaca de primer orden. Un director de cine artesanal, Carol Reed, que tiene en su haber algún excelente filme, como El ídolo caído, o Se interpone un hombre; algo gris, pero bien asesorado por la producción; y quizás, en escenas puntuales, por la gran estrella de la película, que para siempre queda asociado desde entonces a esta película, ya que encarna precisamente al tercer hombre, o al personaje Harry Lime, al que se tiene por muerto, según parece saberse desde las primeras escenas de la película: Orson Welles.
Su primera aparición es memorable: un gato merodea por sus zapatos; su amigo, Holly Martins (Joseph Cotten, actor obligado en la vecindad de Orson Welles, desde Ciudadano Kane), escritor de novelas del oeste, a quien Harry Lime llamó para darle trabajo en la sórdida Viena de posguerra, acaba de culminar una jornada intensa; se halla en estado etílico y, de pronto, cree ver el rostro luminoso, bello, de su amigo (Orson Welles). Aparece ese rostro inolvidable, bañado de luz, en contraste con el negro gabán que le cubre. No sabe el escritor si ha visto un fantasma como efecto de su estado alcohólico.
Al amigo se le ha dado por muerto, no se sabe si por accidente casual o intencionado; el escritor llega a Viena y se entera que su amigo ha sido atropellado por un camión; poco después asiste al entierro, traba contactos con los distintos representantes de la ley de ese mundo ocupado a cuatro bandas, y reconoce a quien debió ser su compañera y amante, Anna (Alida Valli, en una actuación magnífica).
No sabe, pues, si ha sido presa de una alucinación etílica. Se lava la cara en una fuente pública, y se da cuenta que realmente ha percibido a su amigo, que no está muerto. Poco después podrá conversar con él, en una escena célebre, en la noria del Prater de Viena, en la que explica las razones cínicas en virtud de las cuales no siente remordimientos por sus infames negocios (en el tráfico de la penicilina adulterada).
Muy al estilo de Graham Greene, se habla de Dios en medio de una escena dramática en la que Harry Lime podría desembarazarse de su amigo Holly Martins, el escritor, arrojándolo por la puerta del vagón de la noria.
La película se cierra con la famosísima persecución a través de las alcantarillas vienesas, en las que se resalta la belleza inquietante y tenebrosa de puertas, bóvedas y amplias avenidas surcadas por corrientes fluviales de las cloacas; una belleza entre carcelaria y catedralicia; a mitad de camino de una catedral romántica y de las fantasías de Piranese.
Lo que más sobresale de toda esta gran película es la sabia manera en que va cobrando relieve y cuerpo la intriga, o el problema moral que se halla en ella expuesto. Precisamente la demora que se produce en torno al sospechado "tercer hombre" (un tercer personaje que, al parecer, estuvo presente tras el atropello del amigo del escritor, Harry Lime, y que nadie ha sido capaz de localizar) constituye el rasgo más brillante del guión. Y la fuerza carismática de la presencia de ese villano que Orson Welles encarna es tanto más eficaz cuanto que sólo comparece en el último tramo de la película, en la fugitiva y evanescente aparición de su rostro, en la conversación en la noria, y en la famosa persecución a través de las alcantarillas de Viena; que confluyen en el bello Danubio azul, como se recuerda en un determinado momento en la película.
En ella se va mostrando (en planos expresionistas algo amanerados) los destrozos de la guerra sobre esa paradigmática ciudad que tanta vida cultural tuvo sobre todo en el período último, anterior a la primera guerra mundial, de su identidad de capital del Imperio: la Viena de Freud, de Wittgenstein, de los expresionistas...
La película se halla construida a partir de unos cuantos golpes de efecto magistrales que cimientan su naturaleza mítica: las escenas ya comentadas, o el final en que, en un largo plano-secuencia, el escritor, entre tanto enamorado de Anna, se apea del automóvil del policía inglés, esperando encontrarse con esa mujer, que sin embargo pasa de largo, para su frustración, y para dar coherencia moral a la película.
En algunos momentos se siente la alargada sombra del Ciudadano Kane en la estructura de la película, en la suerte de encuesta que se va efectuando en torno a un personaje que se supone muerto. También aparece la figura típica del americano que llega a tierra extraña, y que no duda en aplicar sus querencias y sus (poco sólidos) principios, siempre de manera obstinada, de forma que todo el entorno queda alterado y perjudicado: un personaje semejante al memorable quiet american del propio escritor.
La Viena destruida permite la exhibición de una estética expresionista que se acentúa a través de la utilización de las sombras desde el momento en que toma cuerpo en la película la figura que encarna el gran hombre de cine que fue Orson Welles. Al parecer el fantasma del "tercer hombre" le persiguió desde entonces, y para muchos fue sobre todo el personaje que encarnaba en esta película. Se puede, sin embargo, soñar con lo que hubiese sido esta, por lo demás, excelente película si el director hubiese sido Orson Welles; quizás no hubiese sido el gran éxito comercial que llegó a ser; quizás se hubiese creado entonces una obra realmente genial.
Tal como existe es, sin duda, una de las películas mejores que se recuerdan del mejor momento, quizás, de la historia del cine de posguerra. Sólo una película se me ocurre que, sobre tema similar, la supere en capacidad de conmoción documental y artística; me refiero a Alemania, año cero, de Roberto Rossellini, en la que se describe el mundo estremecedor del Berlín destruido a través del testimonio de un adolescente que terminará suicidándose.
Pero es que, quizás, esa película de Rossellini es, en mi personal canon cinematográfico, una de las tres o cuatro películas mayores que el arte del cine ha sido capaz de realizar.
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