Image: Charada

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Cine

Charada

Intriga, muertos y Givenchy, por Eduardo Mendicutti

20 noviembre, 2003 01:00

Cary Grant y Audrey Hepburn, una pareja "distinguida" en Charada

Charada -próxima entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 27 de noviembre- es, para el escritor Eduardo Mendicutti, una película "de un engranaje impecable con diálogos de alta comedia" que mantiene "los ingredientes más reconocibles de cualquier película de intriga" y donde Stanley Donen "realiza un homenaje a la mentira". En el cuaderno de 16 páginas que acompaña al DVD, escriben sobre esta película, además, el escritor Jorge Berlanga y el director Mario Camus.

Cuando Stanley Donen (Carolina del Sur, 1924) comprobó que Hollywood despreciaba ya los musicales, ese género en el que él había logrado indiscutibles obras maestras como Un día en Nueva York, Siempre hace buen tiempo, Siete novias para siete hermanos o Cantando bajo la lluvia, desvió su talento hacia otros géneros cinematográficos, y el resultado fue un puñado de películas espléndidas, como Dos en la carretera, esa elegantísima y punzante intromisión en el desarreglo conyugal, o esta Charada, una admirable ligereza de intriga, llena de mentiras y muertos y delicada, pero contundentemente marcada por los exquisitos modelos de Givenchy que en ella luce, todo el rato, Audrey Hepburn.

En Charada -como también, a su modo, en Dos en la carretera- la huella interna del musical es patente. No hay bailes ni canciones, desde luego, pero en todos los elementos de la película es reconocible la deuda con aquel género que sedujo a Donen cuando, a los nueve años, vio Volando a Río, con Fred Astaire y Ginger Rogers. Los títulos de crédito de Charada, con sus espirales y ondulaciones ágiles y brillantes, ya anuncian una historia entre colorista y matemática, una mezcla de sofisticación y vértigo - o, si se quiere, una propuesta de vértigo sofisticado-, una risueña combinación de levedad y malicia. Todo el diseño de producción de la película gira en torno a esa idea de la revisión irónica, pero estricta, de las películas de suspense y maleantes, con el embrollo argumental sometido a una estilización que suaviza y perfuma lo truculento y privilegia lo armonioso. Nada es estridente ni de verdad angustioso, pero todo está calculado al milímetro, de manera que el espectador no pueda desentenderse del desconcierto y las penalidades de la protagonista. París es un decorado encantadoramente chic, incluso cuando el escenario es un matadero abarrotado de reses abiertas en canal. El guión es un engranaje impecable, pero los diálogos de alta comedia y las réplicas ingeniosas le dan un tono de informalidad y fragilidad que ahuyenta con mucha clase el sobresalto tramposo. Hay fulanos siniestros y asesinatos retorcidos, pero la perfidia de los malos bordea la caricatura con mucho estilo, y los cadáveres se ofrecen como muñecos de un guiñol refinado que si algo provoca es una venial compasión. Todo ello, tan perfilado y tan transparente, remite con claridad al artificio narrativo, al decorativismo, a la composición visual y al movimiento reglado de los musicales.

Naturalmente, un elemento clave para conseguir esa rarísima elasticidad en una película de intriga, acción y asesinatos es la interpretación, tanto por parte de los protagonistas, Cary Grant y Audrey Hepburn, como de los actores en papeles de reparto. Ya la elección de la pareja principal es todo un mensaje a favor de la distinción, en todo el sentido de la palabra. El héroe y la heroína no sólo son distintos, son distinguidos. En un género que parece exigir, o al menos prefiere hombres jóvenes y vigorosos y mujeres sensuales y equívocas, Charada apuesta por la madurez y la clase. De esa forma, la atracción sexual y el alarde físico se desarrollan entre la cautela y el sobreesfuerzo, y, en ese sentido, tan encantadora es una historia de amor en la que no brilla precisamente el arrebato, como desopilante el empeño de Grant y el falso candor de Hepburn ante el propósito literal o figurado de escapar el uno del otro.

La proverbial fragilidad de Hepburn, que no se estropea ni en los peores trances -"Si el sentirte desgraciada consiguiera por lo menos engordarte...", le dice su hermana y confidente, cuando ella le cuenta que su marido le ha pedido el divorcio-, encaja a la perfección con la evidente falta de contundencia de las virtudes gimnásticas de Grant, y la elegancia de ella, tan canónica, contrasta hasta la fatalidad con el estilo de él, tan indisciplinado y personal. Si ella resulta increíble como traductora simultánea en un organismo internacional, él, saltando de balcón en balcón resulta tan inverosímil como Fred Astaire bailando claqué por las paredes y el techo de un cuarto, e igual de irresistible. Este fructífero contraste entre el atractivo de ambos, y entre sus capacidades e incapacidades, consigue efectos tan llenos a la vez de tensión y regocijo como las carreras de ambos por el metro de París, ella huyendo de él, aunque, en el fondo, él también huye de ella. Audrey corre como un pajarito desorientado, y Cary, como un pajarraco resignado, y esa caracterización mediante el movimiento -deslumbrante en secuencias como la del baile de la naranja o la ducha de Cary completamente vestido, o la reacción de ella ante los cadáveres, incluido el de su marido en la morgue- da la medida de unos trabajos interpretativos de primera categoría.

También es necesario resaltar, por cuanto encajan a la perfección en el diseño global de la película, el trabajo de los llamados secundarios, desde la sobria caricatura que realizan James Coburn y George Kennedy, hasta la sombría doblez que representa Walter Matthau con ese tipo de inteligencia histriónica que permite al espectador resistirse a adivinar la verdad. Son piezas imprescindibles en el montaje de este travieso e irreprochable, en todos los sentidos, monumento al arte y la necesidad de mentir.

Porque ése, a fin de cuentas, es el tema mayor de Charada: la mentira como instrumento del deseo, la necesidad de mentir para conseguir lo que anhelamos. "¿Por qué la gente tiene que mentir?", pregunta Hepburn, con una candidez que parece otro efecto más de un severo régimen alimenticio. Y Grant contesta, sin el menor asomo de arrepentimiento: "Normalmente, porque desea algo y teme que con la verdad no lo consiga". Stanley Donen rueda con extraordinaria elegancia un espejismo malicioso en el que se integran con total docilidad los interiores y exteriores, gobernados por una cámara tan ágil en apariencia como controlada en cada plano, tan profundamente perspicaz como aparentemente sorprendida. El comportamiento de la cámara es en sí mismo el mayor engaño. Pero también son engañosos, por cuanto sugieren una contundencia dramática que nunca llega a alcanzarse, los escenarios: el apartamento desvalijado de Audrey Hepburn, las habitaciones desabridas del hotel, el peligroso tejado del edificio de American Express en el que se desarrolla la pelea entre Kennedy y Grant, las columnas del Palais Royal, el patio de butacas del teatro, con toda Audrey, excepto sus ojos, escondida en la concha del apuntador. Y, desde luego, ningún elemento contribuye con tanta rotundidad y eficacia a la consagración del embuste como el vestuario de Givenchy para miss Hepburn. Nadie en sus cabales puede imaginar a una viuda en apuros y que trabaja muy de vez en cuando, perseguida por una impresentable patulea de malhechores, desconcertada por la personalidad y los encantos de su espontáneo y escurridizo protector, corriendo todo el tiempo de un lado para otro, y con los armarios de su casa completamente vacíos... vestida de la mañana a la noche, y un día sí y otro también, como esos modelazos exclusivos de uno de los grandes de la alta costura francesa.

Especialmente disparatado, dadas las circunstancias, es el modelo naranja que lleva Audrey a la carrera por el metro de París, con una perfección en el corte y en un color naranja que hacen que la pueda descubrir de lejos hasta el mayor y menos operable de los miopes. Pero Audrey no deja traslucir el menor complejo de incoherencia, del mismo modo que Cary Grant consigue ducharse con la mayor naturalidad y alegría sin ni siquiera aflojarse la corbata. Ese desafío implícito o explícito a la verosimilitud sirve de guía a toda una narración en la que, desde el primer momento, sabemos que nada es lo que parece, pero que logra implicarnos en un debate que puede ser cualquier cosa menos trivial: la frontera entre la verdad y la mentira, entre la realidad y la apariencia, entre la inocencia y la culpa.

El argumento de Charada tiene los ingredientes más reconocibles de cualquier película de intriga: un robo cuyo producto se pierde y hay que encontrar; una mujer bella, débil y amenazada; un ladrón muerto y otros que van muriendo poco a poco; un representante de la ley o similar que pretende poner las cosas en claro; un bueno que de pronto parece malo y acaba demostrando in extremis lo legal y fiable que es; y una entorpecida, pero al final, triunfante historia de amor. Con semejantes mimbres, Stanley Donen hizo un irónico homenaje a la mentira y un elogio a la "musicalidad" secreta de nuestros más desorbitados deseos. Bajo la protección de una palabra como charada, que se apoya en su fonética líquida y desarraigada para proclamar la fatuidad de nuestras ambiciones, y con la inestimable colaboración de la música entre frívola y romántica del gran Henry Mancini, la película propone el artificio como mero juego, pero apunta con tino a nuestra tendencia a falsificarnos. Ya se lo dice Audrey a Cary: "Tú mientes en cualquier postura". Como todos.






Intriga, muertos y Givenchy, por Eduardo Mendicutti
Ficha y datos de la película
Entrevista a Stanley Donen
Misterios de amor y lujo, por Jorge Berlanga
El pilar de la trama, por Mario Camus
Cronología de Stanley Donen