Terapia generacional
Las invasiones bárbaras
11 diciembre, 2003 01:00Marie-Josée Croze y Rémy Girard
En 1986, el canadiense Denys Arcand filmaba El declive del imperio americano y, con ella, una penetrante radiografía crítica de los anhelos y desencantos de una generación (forjada en la estela de las utopías sesentayochistas) que es la suya propia, convocada en torno a un cónclave en el que se hablaba sobre todo de sexo, pero que tenía algo de exorcismo social y de disección antropológica. La pequeña burguesía culta y progresista contemplaba con sorna y con cierto dandysmo intelectual un mundo que amenazaba con engullirla a pesar de la aristocrática autoironía que se aplicaba a sí misma para salvarse de sus propios fracasos.Diecisiete años después, el mismo Arcand convoca a los mismos actores para que interpreten a los mismos personajes y para levantar acta del efecto producido sobre todos ellos por el paso del tiempo. La nueva sesión toma la forma de una terapia colectiva puesta al día en términos históricos y actualizada con la presencia de algunos personajes jóvenes que son convocados en tanto que supuestos representantes de las nuevas generaciones llamadas a prolongar, o a transgredir, la herencia cultural del entorno en el que se mueven y del que son tributarios.
El mismo espíritu cáustico, las mismas dosis de cinismo y la misma mirada ambigua hacia los personajes presiden, de nuevo, esta segunda entrega de la saga, filmada con un registro prosaico perfectamente emparentable con los códigos de la primera. Si allí la metáfora sobre el "declive del imperio americano" aludía al ensimismamiento endogámico en el que habían terminado por naufragar las juveniles ideas de liberación sexual, de progreso social y de revuelta política, aquí Las invasiones bárbaras remiten a la amenaza que la nueva sociedad de la globalización, del dinero rápido y del mercado triunfante, suponen para una generación que se siente, de nuevo, atrapada y fracasada, víctima de sus propias contradicciones.
El reencuentro de familiares y amigos alrededor de la figura central del padre (confinado en un hospital y a las puertas de la muerte) sirve aquí de pretexto a Denys Arcand para escenificar -con tanta complacencia como aparente vitriolo- la distancia con que sus criaturas se esfuerzan por contemplarse a sí mismas en un doble movimiento de disimulada autoconciencia y de autoindulgente ironía a la hora de comentar el paisaje político, moral y cultural contemporáneo.
Queda la duda, e incluso la sospecha, de si acaso esa indulgencia con que los personajes se autoperdonan no acaba por contaminar, también, a la mirada global, a la óptica desde la que el cineasta contempla a sus criaturas, por las que siente un transparente cariño. La empatía evidente, incluso la ternura, con que los filma y con que los pone en escena explica, a la postre, tanto las limitaciones de la propuesta (extensibles a su condición de terapia discursiva, basada más sobre la palabra que sobre la imagen) como el modesto alcance de este pretendido diagnóstico generacional.