¿Apocalipsis ahora?
"El día de mañana", de Roland Emmerich, se suma al cine-catástrofe
27 mayo, 2004 02:00Escena de El día de mañana, de Roland Emmerich
Roland Emmerich (Independence Day) vuelve a destrozar Nueva York en El día de mañana. El filme, un espectáculo de caos y destrucción provocado por el cambio climático, se suma a los desastres que últimamente azotan al espectador desde la pantalla. Su presencia en las carteleras mundiales a partir de mañana despierta la nostalgia por el cine de los 70, que dio carta de naturaleza al "cine de desastres".
Tal y como afirmaba Ignacio Ramonet en su lúcido análisis del género: "La película-catástrofe (...), no puede considerarse exclusivamente como un ‘recurso comercial’. Su éxito da cuenta del clima cultural de crisis que reinaba en Estados Unidos. Al acumular unos estereotipos cataclismáticos, las películas-catástrofe han reflejado la crisis de la conciencia colectiva (la paranoia) de los estadounidenses en un momento en que sus más firmes convicciones (...) se estaban diluyendo, por razones históricas". (Las películas-catástrofe norteamericanas, Debate, 2000). Ramonet se refiere al ciclo de películas-desastre de los 70, pero todas y cada una de las características de la sociedad norteamericana citadas parecen repetirse en este momento, bajo la presidencia de Bush. Tampoco ignora Ramonet el trasfondo mitopoético del género: su acción se articula siempre en torno a temas arquetípicos, de resonancias bíblicas y mitológicas. Está claro que en El día de mañana alienta el espíritu eternamente admonitorio de un Nostradamus, aunque bastante más comedido que el original. Filmes como Twister, Pánico en el túnel, Volcano, Un pueblo llamado Dante’s Peak, Titanic, Armageddon, Independence Day, también del inefable Emmerich, reflejan miedos ancestrales, estructuras de pensamiento mágicas, y resabios apocalípticos clásicos, recogidos a veces en los mismos títulos.
Sin embargo, ambas lecturas, la psicológica y la social, no sólo se complementan, sino que necesitan también el apoyo de otras quizá más vulgares, pero, por ello, en ocasiones inadvertidas o menospreciadas. Una de ellas, naturalmente, es la supremacía del espectáculo en Hollywood, y la necesidad de amplificar sus efectos, cada vez más y más especiales. Si el cine-catástrofe de los 70 estuvo marcado por innovaciones de corta vida pero cierta eficacia comercial, como el Sensorround o el 3-D, su actual oleada se apoya, inevitablemente, en el "nuevo realismo" de los efectos infográficos. Todos los filmes citados, realizados entre los años 90 y los primeros de la nueva década, usan y abusan de la animación generada por ordenador, y más que crear una auténtica sensación de realismo, crean un pseudo-realismo funcional, eficaz en la gran pantalla, para mostrar imágenes jamás vistas antes en el cine, aunque soñadas por los escritores de ciencia ficción y los pintores e ilustradores visionarios. Una vez más, la paradoja es que las imágenes de una auténtica catástrofe, emitidas por televisión, poseen un realismo que compite de lejos con el cinematográfico, reduciendo este último a su naturaleza meramente fantasmática, desprovista de verdad. Llegará el día en que veremos las escenas apocalípticas de El día de mañana con la misma sonrisa cómplice con la que hoy vemos los filmes de Harryhausen o George Pal.
Efectos y efectismo
Un efecto perverso, sin embargo, destacado también por Ramonet en La tiranía de la comunicación, es cómo Hollywood ha contagiado a la industria informativa de su necesidad de espectáculo, obligándola a competir con el cine, situándola muy por encima de cualquier consideración ética o informativa. Ahora, los telediarios compiten, al mostrar las escenas de un desastre real, con el montaje dramático de los éxitos del cine, produciendo un efecto de pesadilla redundante, que oculta la verdadera naturaleza de la catástrofe.
Hay que reconocer que la fascinación por la catástrofe parece inherente al medio cinematográfico, desde su creación, y más allá de metáforas. Aunque sea evidente la correlación entre las crisis de la sociedad yanqui en los 70 y 90, y las avalanchas de catástrofes cinematográficas... ¿cuándo no ha estado en crisis la sociedad norteamericana (o la occidental)? ¿cuándo no han ofrecido Hollywood, y el cine comercial europeo, espectáculos de catástrofes de dimensiones épicas? Cierto que el cine apocalíptico permite sentir mejor y más intensamente las vertiginosas emociones de organizados caos destructores. "La angustia profunda se concreta en unas imágenes nítidas que actúan como espejo y como medio catárticos, y todo ello a través de una experiencia sensorial intensa pero de segundo grado, o sea sin riesgos..." (Joan Enric Lahosa, citado en Catastrorama, de Jordi Batlle, Glénat, 1998). Pero el espectador de películas-catástrofe, no es sólo un individuo sometido pasivamente a la acción catártica de la pantalla. No es sólo un individuo angustiado por sus represiones, cuyos miedos se liberan al ver cómo Nueva York es engullido por las aguas... Es también un cómplice de la catástrofe. Elige voluntariamente, chasqueando la lengua de placer, ver El día de mañana, para contemplar la destrucción de la mitad de Estados Unidos... Como lo haría para contemplar el holocausto definitivo. Catarsis, sí. Pero no sólo de los miedos, también de los deseos y placeres secretos de la destrucción. El final lógico del cine-catástrofe -escribía David Annan en Catastrophe. The End of the Cinema?-, no sería una película titulada The Last Picture Show, sino The Last Cinema Inferno. En ella, a los espectadores les darían encendedores y se les pediría que prendieran fuego a sus asientos al final de los ardientes títulos de crédito, quemando a todo el mundo dentro del cine, en un gran ajuste de cuentas en el que cada persona se convertiría en estrella de cine y autora de la propia destrucción. Aunque eso es lo que el cine-desastre evita con su exhibición de atrocidades, Annan sabe bien qué es lo que está siendo exorcizado (y excitado) en el espectador: su potencial sádico de destrucción, tan evidente como su miedo a la misma.
Filiaciones germanas
Viendo El día de mañana, por el único motivo por el que puede y debe verse: por sus escenas de catástrofe, los espectadores nos convertimos en auténticos genocidas, disfrutando con el espectáculo de la destrucción masiva, que en el caso de Emmerich adquiere sospechosas filiaciones germanizantes (libros a salvar: Niet- zsche y la Biblia de Gutenberg), con esos lobos que, como ecos del Lobo Fenrir de la mitología escandinava, deambulan por un Nueva York proyectado a la prehistoria de una nueva glaciación, que hubiera hecho las delicias de Spengler o del propio gran teórico del Eterno Retorno. Es como si Emmerich lo deseara. La única razón de ser de una película-catástrofe hollywoodiense es que ocurra la catástrofe. Dicen que el suspiro de decepción de los espectadores de ¿Arde París?, cuando la capital francesa se salva de la destrucción al final, se oyó más alto que la música de los créditos... El cine-desastre es un inmenso recreo donde ese niño perverso, sádico y brutal, a la par que inocente, que somos todos, puede destruir a gusto todos lo rascacielos y escuelas, todos los signos de autoridad, toda la civilización que le ha sido impuesta, incómodo traje a medida, para reprimir su desnudez.