Mar adentro
Director: Alejandro Amenábar
2 septiembre, 2004 02:00Javier Bardem y Belén Rueda en una escena de la película
Ramón Sampedro eligió la muerte y Alejandro Amenábar elige la vida, la celebración de la vida, incluso, para acercarse a la historia del primero. Sobre esta dicotomía, contradicción chocante o fidelidad de fondo -a elegir- descansan tanto el discurso como las formas de una película que sólo aparentemente se desvía del camino seguido hasta ahora por el director. Surgen, en consecuencia, dos interrogantes que generan cierta perplejidad. El primero pregunta cómo se puede narrar, desde una perspectiva luminosa y vitalista, un viaje consciente hacia la oscuridad de la muerte. El segundo obliga a indagar en lo que Mar adentro se acerca o se aleja de Tesis, Abre los ojos y Los otros, porque -en principio- el cambio de registro puede parecer llamativo.Resulta altamente estimulante la audacia inicial que desvela el punto de partida: filmar los últimos días, las vivencias postreras de un personaje real empeñado en precipitar de manera reflexiva y consciente su propia muerte. Es la decisión libre de un tetrapléjico que se enfrenta a las leyes y a la moral de una sociedad que mayoritariamente no asimila todavía el derecho a la eutanasia, y que quiere estar muerto, dice en sus poemas, para reivindicar el sabor y la dulzura de la vida, que ya sólo permanecen en sus recuerdos. Filmar un viaje interior de esta naturaleza, protagonizado por un personaje que permanece sin posibilidad de movimiento dentro de una habitación, es un desafío narrativo que pocos se atreven a plantearse. Filmar una apuesta tan decidida y consciente por la muerte, si se pretende hacerlo desde la perspectiva del personaje en cuestión -convertido ahora en protagonista de una ficción fílmica- supone, además, una arriesgada apuesta dramática y moral que resulta necesario llevar hasta las últimas consecuencias.
El reto narrativo ha sido afrontado por un cineasta que domina con pulso firme las herramientas de su oficio. Mar adentro es, antes que nada, una admirable lección de profesionalidad: un agradecible respeto a la lengua y a los acentos propios de cada personaje, un admirable trabajo fotográfico de Javier Aguirresarobe y una interpretación soberbia de todos los actores (el inmenso Javier Bardem, pero también Belén Rueda, Celso Bugallo, Joan Dalmau y, sobre todo, las estremecedoras Mabel Ribera y Lola Dueñas, capaces de inyectar simultáneamente fortaleza y fragilidad, inmediatez y recámara, a sus respectivas criaturas) se cuentan entre sus logros más reconocibles.
Unos y otros instrumentos son utilizados por Amenábar al servicio de una narración formalizada, sin embargo, con mimbres más discutibles. Así, la necesidad de sacar el relato de la habitación en la que permanece el protagonista le lleva a proponer esas secuencias en la que la buscada dramaturgia naturalista se quiebra con la irrupción de las largas excursiones aéreas de la cámara en su intento de dar forma al vuelo imaginario de Sampedro. El mismo objetivo busca la casi cronometrada intromisión de hasta ¡cinco! grandes bloques de montaje sobre fundidos y encadenados de imágenes envueltas en música: un recurso que engrasa con vaselina los goznes del relato, que inyecta goce estético allí donde habita el dolor, que imposta liberación emotiva a despecho de la tragedia del personaje. Y la construcción dramática, con su calculada alternancia de drama y comedia, de lágrimas y humor, está orientada por idéntica finalidad.
Unos y otros recursos muestran lo bien asimilada que tiene Amenábar la lección narrativa de un Spielberg, pongamos por caso, para configurar lo que finalmente -pues las formas no son inocentes- se ajusta como un guante al molde de un melodrama con discapacitado asimilable para todos los públicos, heredero directo de un género hollywoodense perfectamente codificado y lleno de títulos representativos (desde Rainman hasta Hijos de un dios menor pasando por Despertares). Es una opción que conecta con ese cine de género en el que se reconoce la filmografía entera de Amenábar y, además, la vía por la que Mar adentro entronca con la obra precedente del director.
La historia de una rebelión contra el canon social y legal imperante se convierte, de esta manera, en una gozosa forma estética de plena conformidad con las pautas narrativas y dramáticas dominantes en el relato hegemónico propio del mainstream. Si, como mantiene Harold Bloom, "el valor estético surge del dolor de renunciar a placeres más cómodos a favor de otros mucho más difíciles", la reconfortante luminosidad de las tomas aéreas, el vitalismo del montaje que muestra la explosión de la vida alrededor de Sampedro, más la fusión ejemplar de drama y humor, apuntan más hacia la comodidad de lo digerible que hacia la renuncia dolorosa que exige toda escritura vigorosa.
En su respetuosa búsqueda de un sentido a la elección radical de Ramón Sampedro, el director formaliza un discurso fílmico que persigue más la liberación de la angustia que la angustia conquistada propia de las grandes obras (Bloom, de nuevo). La fuerza moral, que según Claudio Magris es indisoluble de la intensidad poética del estilo, se diluye en la sabia conformidad narrativa con la que se expresa un cineasta que, en lugar de indagar en el insondable abismo de la contradicción vida-muerte, trata de redimirlo por el procedimiento de liberar la angustia que produce lo que no se puede pensar (la muerte) a través de un exorcismo vitalista esculpido no con la renuncia sino con la exaltación, no con el dolor, sino con el gozo, no con la humilde interrogación de la perplejidad frente al vacío, sino con una elocuente afirmación de fe en un modelo narrativo ya conquistado.