Image: La vida es un milagro

Image: La vida es un milagro

Cine

La vida es un milagro

Director: Emir Kusturica

20 enero, 2005 01:00

Escena de La vida es un milagro

Intérpretes: Slavco Stimak, Natasa Solak, Vesna Trivalic, Vuk Kostic. Guionista: Ranko Bozic & Kusturica. Estreno: 21 enero 155 minutos

Hace ya nueve años que una película llamada Underground emergía entre las ruinas de la vieja Yugoslavia para colocar sobre la pantalla, con tintes de fiesta balcánica, fantasía alegórica y farsa barroca, una poderosa metáfora evocadora de un país ya por entonces inexistente. Arcadia poética y trágica soñada por un cineasta de origen bosnio, aquella desvanecida Yugoslavia resucitaba en celuloide travestida en un universo colorista, fantasioso y exuberante, habitado por chimpancés, tigres, trompetas desenfrenadas, una novia que vuela o un fondo marino en el que la vida continúa después de la muerte. Entre registros simbólicos, tragicómicos y burlescos, cuando no abiertamente oníricos, Emir Kusturica facturaba allí una obra que transgredía toda posible catalogación y que desafiaba, a base de furia expresiva y arrastre lírico, los parámetros convencionales de cualquier representación más o menos historicista o naturalista.

Pues bien, el director de obras tan emblemáticas como Papá está en viaje de negocios (1985) o El tiempo de los gitanos (1989) regresa ahora a esa poética native land -a la que vuelve una y otra vez en busca de inspiración- para proponer una nueva metáfora de la guerra que devastó y acabó, finalmente, con su añorado país. La fantasía transcurre esta vez en un imaginario lugar de Bosnia perdido en medio de ninguna parte, espacio abierto y promiscuo, sembrado de animales y de músicos por todas sus esquinas, en el que su creador sitúa una vibrante y apasionada celebración vitalista en torno a la relación amorosa entre un ferroviario serbio y una camarera musulmana. Relación forzada por la irrupción de una guerra que viene a quebrar la naturaleza idílica del lugar, pero que sirve de fondo a esta pagana, multitudinaria y pantagruélica versión balcánica de Romeo y Julieta filmada en clave de perpetua excitación anfetamínica.

Toda la primera parte del film se mueve de forma impetuosa, acumulativa y dispersa para dar forma a ese contexto en cuyo dibujo fílmico invierte el director sus acordes más desmelenados. La sucesión de imágenes agitadas y la superposición de materiales narrativos llega a provocar casi una cierta fatiga física en el espectador de esos cuarenta y cinco minutos iniciales (o más) en los que la cámara salta con despreocupada alegría y agotador dinamismo de un personaje a otro, de un encuadre desequilibrado a otro de mayor énfasis y de una situación dislocada a la siguiente todavía más disparatada sin solución de continuidad y sin tregua ni descanso. El relato se sosiega un poco -tampoco demasiado- cuando, finalmente, su narrador consigue dominar parcialmente la excéntrica dispersión centrífuga que padece la larga presentación del hábitat y del conflicto, pero para entonces, a pesar de la pulsión lírica que subyace de forma intermitente a las mejores secuencias (las dedicadas a la relación íntima entre los dos protagonistas), la sensación de caos ha terminado ya por adueñarse de la representación.

No cabe duda de que La vida es un milagro se encuentra atravesada, de principio a fin, por un universo tan reconocible como familiar para los amantes del cine de su autor, que sus imágenes llevan dentro el ímpetu frenético, la coralidad poliédrica y la desmesura incontrolable propia de sus señas de identidad. Pero lo que ya resulta más discutible es la valoración de un esfuerzo empeñado en encadenar, una tras otra, "esas excéntricas situaciones en que la gente tiene oportunidad de volverse loca y formar parte de otro mundo" (Kusturica dixit), de un torbellino visual, escenográfico y narrativo que pugna por mantenerse a toda costa en la cresta de la ola, pero que acaba por desvelarse, bajo su hiperbólica celebración colectiva, más multitudinario que inspirado, más acelerado desde el exterior que movido por el dinamismo interno y por la sinceridad desgarrada que han alimentado las mejores conquistas de su creador.

Los destellos de filiación inequívocamente felliniana y la desbordante promiscuidad visual de la propuesta dejan al descubierto, fatalmente, una puesta en escena más atropellada que rigurosa, amenazada de vez en cuando por la tentación de ceder paso a vulgares astracanadas vodevilescas y a la forzada imitación de un estilo ya probado que se repite con ciertas dosis de autocomplacencia. El voluptuoso y sensual cántico a la fuerza del amor en medio de la catástrofe histórica se revela, entonces, como un esforzado ejercicio autoimitativo "marca Kusturica", expresión quizás del estrecho callejón ficcional en el que parece moverse no sólo el director de Gato blanco, gato negro, sino también muchos otros autores europeos (de Angelopoulos a Oliveira, de Tanner a Rivette) en los últimos tiempos.