100 años de Michael Powell
Michael Powell
Autor de obras esenciales del cine británico como Narciso negro, Las zapatillas rojas o El fotógrafo del pánico, Michael Powell cumpliría mañana su centenerio. Por más tiempo que transcurra, la fascinación de sus películas sigue intacta, y hoy es considerado uno de los mejores "cuentistas" de la historia del cine.
En El fotógrafo del pánico, el asesino no sólo filma a sus víctimas en el momento de su muerte sino que las mata con un estilete oculto en su trípode. La vida es cine y la muerte es su efímero consumo en celuloide, el grito de horror al verse reflejado en un espejo que convertirá la imagen del espectador en reflejo de su orgasmo tanático. Cine, vida y muerte: para Powell todo formaba parte de un mismo paquete desde que, con apenas veinte años, empezó a trabajar con Rex Ingram en Niza. Ni siquiera entonces, cuando inició su carrera como director de "quota quickies" (películas de una hora de duración que ayudaban a completar la cuota de cine británico establecida por el Gobierno), siguió las convenciones formales de la época. Incluso al enfrentarse al documental en The Edge of the World, filmada en la isla de Foula en las Hébridas, transgredió las normas no escritas por Flaherty en El hombre de Arán. Su mirada sobre la realidad se apartaba forzosamente de la antropología y el comentario social: a él le interesaba la fuerza de los paisajes, la hipérbole del gesto, la belleza del hombre integrado en un entorno natural tan perfecto como un decorado de cuento.
Crónica de una dicotomía
Su cine es, por tanto, la crónica de una dicotomía entre realidad y ficción, entre naturalismo y artificio. Sus películas más abiertamente fantásticas (El ladrón de Bagdad, Los cuentos de Hoffman) se desarrollan en un universo paralelo que haría las delicias de Terry Gilliam. Como su propio título indica, A vida o muerte viaja entre dos niveles dramáticos y narrativos en los que el tiempo se congela, las pelotas de tenis quedan suspendidas en el aire y una larga escalera puede conducirnos a un cielo de algodón de azúcar, irónicamente idílico. En Las zapatillas rojas el color adquiere el valor simbólico de una pincelada expresionista, un gesto en movimiento que reproduce la belleza de los pies de una bailarina, el rojo fugaz de un vestido cómplice con sus labios. En un sentido pictórico, tal vez sea Narciso negro la más experimental de sus películas, la que adelanta los logros retóricos que, en los cincuenta, dos estilistas como Douglas Sirk y Vincente Minnelli alcanzan en la época dorada del melodrama americano. Narciso negro ejemplifica como pocas el conflicto de un cine británico que lucha por librarse de las ataduras de su aburrida caligrafía. Sus protagonistas son monjas inglesas en un convento tibetano que abre sus abismos al terror de las pasiones. Lo hacen en un decorado que parece un trampantojo de cartón piedra: engañar al ojo humano, desvincularlo de la tradición realista, empujarlo al precipicio de la emoción cromática, es la función de este melodrama enloquecido e imposible en el que represión es sinónimo de locura. Y la locura es vida, movimiento, cine, conglomerado que un artista como Powell nunca supo separar.