7 vírgenes
Director: Alberto Rodríguez
13 octubre, 2005 02:00Juan José Ballesta en 7 vírgenes, de A. Rodríguez
Hay una larga tradición en el cine español de retratos sociales que se ocupan de la juventud marginal, ociosa o delincuente. Adolescentes unas veces, jóvenes ociosos en otras, comparten casi siempre una común ubicación a extramuros del sistema que los rechaza y en el que con frecuencia aspiran a integrarse. Celtibéricos "ragazzi da vita" que transitan por la periferia de las ciudades, desarraigados de arrabal o hijos rebeldes de la pequeña burguesía, navajeros suburbiales o colegas descarriados, unos y otros han llegado a configurar casi un género que renace, como el Guadiana, una y otra vez.La nómina es tan amplia como heterogénea, y a sus integrantes no les han faltado retratistas de altura. Carlos Saura (Los golfos, Deprisa, deprisa), Marco Ferreri (Los chicos), Pedro Balañá (El último sábado), Eloy de la Iglesia (Navajeros, Colegas), Manuel Gutiérrez Aragón (Maravillas), Montxo Armendáriz (27 horas, Historias del Kronen), Alfonso Ungría (áfrica), Mariano Barroso (éxtasis) o Fernando León de Aranoa (Barrio) dibujan, a grandes rasgos, la línea hereditaria de la que se alimenta y en la que ahora viene a insertarse Alberto Rodríguez con 7 vírgenes.
Esta vez los protagonistas recorren las calles de una barriada obrera y marginal en una ciudad andaluza. Se reúnen para divertirse, emborracharse, trapichear con lo robado, realizar pequeños hurtos callejeros o participar en violentas vendettas con la banda rival. Entre medias tienen tiempo para ver a la familia, escapar de sus carencias, hacer el amor con la novia o asistir a la boda de un hermano. El tiempo se consume deprisa, deprisa, y las 48 horas de un permiso en el correccional se acaban pronto. La libertad es efímera.
La historia se narra desde la perspectiva individual del protagonista (Tano / Juan José Ballesta), pero el relato carece de todo discurso aleccionador o moralista. El eco resonante de Los 400 golpes (Truffaut) congela la imagen final, la carrera hacia una libertad incierta con la que se cierra un film que hace de la textura de sus imágenes, del ritmo interior de sus planos, del equilibrio inestable de sus composiciones y del cromatismo de su fotografía la verdadera materia de su discurso y el auténtico soporte de su sentido.
Carente también de esos molestos diálogos explicativos y didácticos que parasitan con tanta frecuencia al cine español, el relato organizado y filmado por Alberto Rodríguez nos habla de la fugacidad del tiempo y de los sentimientos, de la amargura que se esconde bajo los oropeles de una celebración, de los horizontes que se cierran cuando se empieza a ver la luz al final del túnel, de la tristeza que asalta de pronto una mirada luminosa, de la dificultad de vivir fuera tras haber estado dentro (del correccional) y de las barreras para vivir dentro (del sistema) cuando sólo conoces el mundo de fuera.
El testimonio social se desprende del retrato, no ejerce como premisa que condiciona el dibujo. El discurso nace de la dramaturgia, no la encorseta dentro de un molde previsto de antemano. La puesta en escena potencia el sentido de las imágenes, no se limita a ilustrar el guión. Por eso estamos ante uno de los retratos más sinceros y más auténticos dentro del género, por mucho que la narración no pueda evitar deslizarse por algunos lugares comunes o por más que la coquetería estilística ceda en algún que otro momento a la autocomplacencia, como sucede con la inmersión en la piscina. Luces y sombras de una película viva, que tiene además en la excelente interpretación del debutante Jesús Carroza un decisivo punto de apoyo para la verdad y para el dolor que transmite.