El nuevo mundo
Director: Terrence Malick
23 febrero, 2006 01:00La actriz de quince años Q"Orianka Kilcher es Pocahontas
No se sabe muy bien, cuando acaba la proyección de la cuarta película dirigida por Terrence Malick, si hemos asistido a un relato sobre el descubrimiento del nuevo mundo por parte de los ingleses que desembarcaron en Virginia, allá por 1607, o bien hemos contemplado una reconstrucción de vocación historicista, y casi antropológica, del encuentro entre los conquistadores y los nativos de aquellas tierras. Una sólida certeza, en cambio, se abre paso entre las dudas: ante lo que decididamente no estamos es ante una película de aventuras heroicas protagonizada por los portadores de la civilización en lucha con feroces y primitivos salvajes ni, mucho menos, ante una versión infantil o sentimental de los amores entre el británico capitán Smith y la india Pocahontas.También es verdad que el espectador avisado, conocedor de Malas tierras, Días del cielo o La delgada línea roja, no entrará al cine esperando nada de esto último. Lo que sí hallará, en contrapartida, es una nueva indagación lírica, casi un oratorio de voces interiores, en torno al mito fundacional del paraíso perdido, al que se remiten, una y otra vez, las escasas pero imprescindibles películas de este creador solitario y misterioso, capaz de sacudir nuestros ojos y nuestras neuronas con sus hipnóticas realizaciones.
Aquí son de nuevo las vivencias internas de los personajes, situadas en el off sonoro, las que articulan el despliegue de las imágenes a falta de relato narrativo propiamente dicho. Como en sus anteriores películas, un aliento panteísta de fondo subyace bajo los estremecedores planos con los que Malick se adentra en el entorno selvático que contempla -porque la mirada del cineasta es esencialmente contemplativa y no descriptiva- el encuentro entre nativos y colonizadores. Por debajo, un complejo andamio de estructura discontinua y alternante, en el que diferentes experiencias emocionales se superponen y se entrecruzan, da forma a la película.
De la misma manera que ocurre en los tres títulos anteriores, la naturaleza se siente aquí asaltada y amenazada por la irrupción de la violencia. Con firmes raíces ancladas en una tradición cultural bajo la que palpitan algunos ecos del viejo testamento, que bebe en Milton y en Thoreau, que vuelve los ojos a la naturaleza y a las tierras vírgenes como depositarias del paraíso perdido, El nuevo mundo viene a explicitar los fundamentos de una cierta mitología sobre los orígenes de la nación americana y es hija inequívoca de aquella concepción del mundo, inevitablemente cargada de ecos roussonianos.
Malick filma esta singular celebración del mito sin descomponer nunca unos encuadres -trazados con tiralíneas por una cámara en incesante movimiento, tan impetuosa como elegante- que logran transmitir la vibración de la naturaleza y dar cuerpo a la fisicidad de las emociones. Producto de una depurada y exigente estilización, las imágenes de esta obra hermosa y emocionante parecen contagiadas por la serenidad de ese paraíso reinventado por un creador elegíaco, más interesado por la textura lírica que por la narración, más concernido por la indagación moral que por la pirotecnia visual.