Nueve vidas
Director: Rodrigo García
21 septiembre, 2006 02:00Robin Wright Penn en Nueve vidas, de Rodrigo García
En una sola toma cabe toda una vida: cabe la duda, la rabia, la tristeza, la melancolía de todo lo que está ocurriendo delante de la cámara y de todo lo que ocurrió y ocurrirá fuera de campo. Respetar el tiempo de lo que vemos y oímos en un plano secuencia es, por lo tanto, una cuestión de moral. Los mejores cuentos morales de Nueve vidas son los que se despreocupan de su moralidad, los que no intentan ser ni más ni menos que un fragmento significativo de una vida tan (o tan poco) significativa como la de cualquiera. Rodrigo García parece haber dado con la fórmula magistral para traducir el "realismo sucio" de la literatura norteamericana -ese realismo que, desde Raymond Carver a Charles Baxter, pasando por Lorrie Moore o Richard Bausch, ha dado tantas satisfacciones a los lectores de narrativa breve- al lenguaje cinematográfico.A medio camino entre las devastadoras y conmovedoras historias de Cosas que diría con sólo mirarla y los desnudos monólogos femeninos de Ten Tiny Love Stories, las Nueve vidas de García han encontrado en el plano secuencia la figura retórica más apropiada para expresar el contradictorio matrimonio entre la eternidad de un movimiento que parece empezar in media res para acabar en un lugar que está lejos de nuestro alcance y la claustrofóbica limitación espacial que marca ese movimiento, el aquí y ahora de una vida encarcelada en sus propios errores. Lo que nos lleva a que los episodios más afortunados de la película sean los que saben expresar esa correspondencia entre emociones y espacio, correspondencia que permite a los actores un lugar donde expresarse sin más subrayados que el de una cámara que sigue su camino. Así las cosas, el encuentro fortuito entre una mujer embarazada (espléndida Robin Wright Penn) y su primer amor en los pasillos de un supermercado, o el zigzagueo continuo de una adolescente, abrumada entre las exigencias de su padre y su madre, situados en distintas habitaciones de su hogar, son estudios ejemplares de un uso expresivo del espacio, que, en manos de García, se convierte en la representación gráfica de una tristeza ubicua que es, más que nada, humana.
El problema de Nueve vidas aparece cuando las historias empiezan a entrecruzarse tímidamente, otorgando a los relatos de García una dimensión globalizadora casi innecesaria. Lo sabemos: los grandes cuentistas americanos hablan de la soledad y su reverso, de la obsesión por conectar con el otro en una geografía ignota y desoladora. Pero si cuando leemos Catedral de Carver o Pájaros de América de Moore nunca tenemos la sensación de estar sometidos por sus autores, la relación subterránea y sutil que establece García entre sus relatos parece suplir un trabajo que debería dejar en manos del espectador. Es como si no confiara en él tanto como confía en sus personajes, y todo lo que antes parecía natural y auténtico se antoja una construcción, un plan predefinido que no por casualidad termina en un cementerio. Si García logra librarse de su manía por cerrar el círculo, podrá hacer una película que esté a la altura de sus planteamientos formales y sus brillantes actores.