Inland Empire
Director: David Lynch
22 febrero, 2007 01:00Laura Dern, en primer plano, durante una escena de 'Inland Empire'
La primera pregunta que se podría hacer un espectador antes de ir a ver la nueva película de David Lynch es: "¿se entiende?" La segunda debería ser: "¿importa?. No es una novedad que Lynch se entrega desde hace tiempo a una práctica más cercana al cine experimental y la videocreación. Cultiva un extraño desbarajuste narrativo que progresivamente se impone sobre sus relatos hasta que el espectador se convierte en reflejo de los propios personajes que los habitan: como ellos, recorre los inesperados recovecos de una ficción que el guión se niega a cartografiar, deambula por la película sin orientación posible.Porque las últimas películas de Lynch están pobladas de pasillos y puertas atravesados por criaturas que no actúan, sólo miran. Su cine es, en realidad, una cuestión de puertas: cada nueva puerta es el tránsito a otra estancia, a otra capa superpuesta de ficción que conserva un extraña permeabilidad con las que la rodean. Su nuevo trabajo, Inland Empire, supone la hipertrofia definitiva de las propuestas planteadas en Carretera perdida y Mulholland Drive. Enfrentarse a una película de David Lynch que dura tanto como Doctor Zhivago (¡177 minutos!) puede asustar incluso al más curtido. Ante el reto, sólo quedan dos alternativas: a) olvidarse de la película y decantarse por un cine más dócil; o b) quedarse quietecito, como el ratón paralizado por la serpiente a la espera de que ésta lo ataque.
Inland Empire es el cuarto trastero del cine de David Lynch. Dicho esto sin menosprecio alguno, ya que los cuartos trasteros siempre ocultan en su caótico ecosistema extraños e inesperados tesoros. Frente a la impecable textura visual que siempre ha caracterizado el mejor cine de Lynch, aquí recurre a una sucia, fea imagen de vídeo que, aunque producto de razones presupuestarias, no deja de ser un gesto de agresividad hacia el espectador.
Este aspecto confiere a su habitual iconografía un matiz más desesperado, más mórbido, como si ese organismo que es su cine empezara a verse afectado por algún extraño tumor. Encontramos de nuevo la iconografía que ha construido meticulosamente durante tantos años: los escenarios góticos californianos, las inquietantes habitaciones hopperianas, los espacios cotidianos invadidos por molestas frecuencias sonoras que surgen desde las profundidades... Y una de sus obsesiones favoritas: el tema del doble, el pánico ante observarse a uno mismo, la conciencia del Otro que soy yo (Inland Empire podría ser la versión monumental del célebre corto experimental de Maya Deren Meshes of the Afternoon). Hay algo de collage de retales de su obra, de autoapropiación de materiales y también de reflexión sobre su propio impulso creativo.
No hay duda de que David Lynch es, desde que Roman Polanski se dedica a otros menesteres, el mejor director de películas de miedo del cine moderno.
Pero se trata de un miedo que no proviene del relato en sí o de la situación que evoca, sino más bien de la propia textura de la imagen: Lynch es uno de los poquísimos cineastas vivos capaces de recuperar el pánico primitivo del espectador ante la imagen en movimiento. Sólo por ello merece la pena disfrutar de una película tan exasperante a ratos, tan cruda, tan desafiante y tan hermosa como lo es Inland Empire. Eso sí, mejor que quienes no sean fanáticos del cine del cineasta norteamericano se abstengan: el maestro será en esta ocasión más cruel con ellos que nunca.