Elegy
Directora: Isabel Coixet
17 abril, 2008 02:00Penélope Cruz y Ben Kingsley en un momento de la película
"Cada vez que el hombre actúa, un líquido se derrama: semen, leche, sangre". La frase, si nos fiamos del subtitulador, la pronuncia, furiosa y grave, la Lady Macbeth que recompusiera Kurosawa en Trono de sangre. A un lado, la extrañeza que produce que se queden fuera las bebidas alcohólicas (con perdón), la sentencia pretende situar el empeño de Isabel Coixet en Elegy, su última película. De la mano de la novela de Philip Roth El animal moribundo, la directora se arroja a la grave misión de navegar entre las mareas provocadas por dos cuerpos que se derraman. Uno en el otro. Así de ambicioso. Puro vértigo. Y sin miedo al mareo.La idea, en definitiva, es opositar a la instancia más alta que admite el escalafón. Elegy cuenta una historia de sexo y, precisamente por ello, no trata de otra cosa que de la muerte (el semen y la leche se transmutan en sangre). El deseo, la decadencia física, la belleza, la pasión. Finalmente la vida. Lo sé, encadenar sustantivos abstractos conduce a la melancolía (o al dolor de cabeza), pero, la verdad, la ocasión lo merece. El filme no quiere que la tentación de la anécdota manche un solo renglón. Y así, la relación de un maestro viejo con una alumna joven pretende desnudarse de retóricas. Ben Kingsley y Penélope Cruz más que encontrarse, se atropellan.
Desde el primer fotograma, la directora se esfuerza en eliminar cualquier interferencia. Coixet se prohíbe cualquier detalle que el espectador pueda identificar como vicio. Ni rastro del estilizado manierismo pop (¿alguien dijo cursilería?) de sus anteriores trabajos. Por prescindir, la realizadora deja a un lado uno de los principales valores de su filmografía. De la sorprendente Cosas que nunca te dije a La vida secreta de las palabras sus personajes han estado tocados de la gracia de la palabra. Sus películas están siempre bien escritas. Y, pese a ello, renuncia incluso a poner su firma en el guión de Elegy (Nicholas Meyer es el guionista). La propuesta es radical: eliminar cualquier vestigio del estilo Coixet. La cámara debe hablar a través de la mirada de sus protagonistas. A mar abierto.
Sin embargo (llegan las malas noticias), el miedo a desplegar las velas (y se acabó con la metáfora naviera) se apodera del timón (¡y dale!). La propia directora no termina de confiar en sus propias reglas. La historia quiere contar la vida de dos cuerpos enfermos el uno del otro; dos cuerpos que después de aprender a bailar juntos un día descubren la música que les hizo enredarse. Primero el sexo, luego lo que sea que lo dota de sentido (si lo hubiere). Pues bien, esta aventura, tan apetecible de ser vivida junto a los personajes, es escamoteada. No se ve en la película. Es narrada por el verboso texto, eso sí, pero no es lo mismo.
De otro modo, en vez de dejar que las miradas y la piel de los actores ionicen la atmósfera, el guión se empeña en subrayar cada gesto; cuando los personajes se quieren, se desean o se repudian, se afanan en decirlo; la voz en "off" resulta reiterativa; el humor (el lubricante que impide rechinar a la maquinaria) apenas se deja ver (atentos, eso sí, a Dennis Hopper), y, ya se ha dicho, lo más grave: la ausencia de aventura. Ante la marea de un cuerpo que se derrama, por seguir con la mecánica de fluidos, sólo queda dejarse arrastrar. Pero las olas que levanta Elegy no dan para más que un chapoteo.