El niño con el pijama de rayas
Director: Mark Herman
25 septiembre, 2008 02:00Asa Butterfield, en la película
Dice Jean-Luc Godard que el gran pecado del cine consiste en no haber sabido o querido enfrentarse a la cuestión crucial del holocausto perpetrado por el nazismo. Y lo cierto es que, salvo algunas grandes conquistas en el terreno del documental (Shoah y Sobibor: los dos grandes monumentos realizados por Claude Lanzman; Noche y niebla, de Resnais), y muy pocas aportaciones más en el ámbito de la ficción, lo cierto es que la inmensa mayoría de las películas que han tratado el tema acaban por chapotear en la vertiente menos tranquilizadora, es decir, en la banalización del horror por la vía de proponer una reconstrucción del exterminio que difícilmente puede estar a la altura de la realidad tomada como referente y por poner en pie, de esta forma, una representación más digerible de aquél. El último y más flagrante de estos casos fue el protagonizado por Roberto Benigni con La vida es bella (1997), película que comparte con El niño del pijama de rayas (2008) el propósito de fantasear sobre las mismísimas vísceras de la bestia desde la mirada inocente de un niño, lo que muy probablemente vuelva a propiciar, ahora, que este nuevo filme (aupado sobre el inmenso éxito editorial de la novela original) consiga igualmente una notable repercusión comercial.La historia se cuenta desde la perspectiva del hijo de un alto oficial de las SS, un niño de nueve años, que abandona su casa de Berlín para desplazarse a vivir, junto a sus padres, en las proximidades de un campo de concentración, lo que le permitirá descubrir los paisajes y las víctimas del exterminio sin llegar a comprender realmente, debido a su candorosa inocencia, la verdadera naturaleza de lo que está viendo y con lo que se atreve incluso a jugar. El gran problema de la estructura narrativa consiste (más allá de las atroces, múltiples y sonrojantes inverosimilitudes históricas de la reconstrucción) en el funcionamiento de un mecanismo que acaba por angustiar al espectador frente al riesgo de que el encantador protagonista del relato pueda acabar igual que su amigo (un niño judío, prisionero dentro del campo). Es un mecanismo de identificación con el protagonista carente de toda distancia y volcado de lleno en el seguimiento del niño, por lo que la narración -en los momentos decisivos- acaba mostrándose del todo insensible frente a la suerte, bien conocida, de los judíos encerrados allí. Debería quedar claro que aquí estamos hablando de la construcción y de las imágenes del filme, del sentido moral implícito en esas "formas": un sentido que muchas veces puede contradecir abiertamente las supuestas intenciones del autor o de los responsables de una película. Por eso, las imágenes de El niño del pijama de rayas no nos traen en realidad el eco asesino del holocausto, sino el recuerdo de una abyección: la misma que Jacques Rivette denunciaba en Kapo (Gillo Pontecorvo), la misma con la que jugaba Roberto Benigni, la misma que expresan todas aquellas imágenes falsas y mentirosas que no tienen empacho alguno en banalizar y en hacer digerible lo inasimilable.