Image: La familia como infierno

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Cine

La familia como infierno

14 mayo, 2010 02:00

Aggeliki Papoulia (izq.) y Mary Tsoni.

Llega Canino, película de Yorgos Lanthimos que ganó el premio de la sección Un Certain Regard en Cannes. Un filme que desafía las convenciones sobre una familia que encierra a sus hijos.

Esta pequeña joya del desconcierto y la alienación social, Canino es una rara avis dentro de la, particularmente ignota y reconocidamente invisible -Theo Angelopoulos al margen-, cine- matografía griega. Su director, Yorgos Lanthimos, con 36 años y dos películas precedentes desconocidas, tampoco abandera ningún movimiento cinematográfico. De hecho, si a Canino le negamos su condición metonímica, más que griega, parece austríaca, pues sus referentes directos pasarían por la agorafobia existencialista de Ulrich Seidl y por la gélida implosión ultraviolenta que habita en el cine de Michael Haneke. Un grito seco (y ahogado) sobre la capacidad del ser humano para el mal, incluso con su propia progenie, únicamente soportable por las cargas de profundidad de humor necrótico que salpican el relato y por la frialdad de la composición esquemática en la puesta en escena.

Estamos en el terreno de la ficción, ergo la metáfora es un principio insalvable. La familia retratada en Canino no es, entonces, más que un retrato de un régimen autocrático -al fin y al cabo, autocracia, viene del griego: autos, "uno mismo", y khratos, "gobierno"-y totalitarista donde la voluntad de uno doblega la libertad de los otros. Un símil de carácter sociopolítico donde el padre ejerce de tirano opresor y el resto de su familia de victimas inconscientes. Pero la maldad no posee fines meramente sadomasoquistas. Lanthimos se apropia de las teorías del acto discursivo promulgadas por Michel Foucault y utiliza el lenguaje verbal como uno de los principales focos de alienación y tortura a los sufridos hijos que viven prisioneros en su casa, ignorantes de todo lo que acontece en el mundo exterior. De ahí que la familia protagonista de la película sea un modelo disfuncional ajeno a todo y a todos, viviendo en una eterna infancia, cuyas reglas están marcadas por terroríficos concursos de resistencia física, que van desde ver quién aguanta más sin respirar a comprobar quién soporta durante más tiempo el contacto con el agua hirviendo.

Barbarie y absurdo
La duda razonable ha de salir a flote en algún momento. ¿Es Canino una boutade plagada de imágenes llamativas en su agresividad o realmente existe un corpus ontológico que sirva para definir los peligros del autoritarismo más irrefrenable? ¿Nos habla la película de los aspectos más sórdidos de la condición humana, o bien la metáfora se desintegra en aras a enarbolar un relato tan impactante como desconcertante y, sí, entretenido? ¿El distanciamiento con que se afrontan los hechos sitúa al espectador como si fuera un entomólogo fiel al método científico (Kubrick), o más bien un médico forense que disfruta diseccionando las partes corruptas de un cuerpo inerte (Haneke)? Es algo innegable: Lanthimos juega al desconcierto, a la sorpresa en forma de puñetazo al rostro del espectador, y, las cosas como son, el resultado es ciertamente notable, incluso atractivo. Ya no sólo porque la película no tiene altibajos rítmicos, sino porque en su amalgama de obscenidades -psicóticas, sexuales, violencia física- siempre denotamos la presencia de un demiurgo tramposo y juguetón que no deja de recordarnos que por encima de la barbarie prevalece el mayor de los absurdos.