Apichatpong Weerasethakul se lleva la Palma de Oro
Alejandro G. Calvo (Cannes)
No podía ser de otra manera: el cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul ha resultado el máximo triunfador en la 63ª edición del Festival de Cannes con la magnífica Uncle Boonmee who can recall his past lives -película con coproducción española a cargo de Eddie Saeta (la productora de Luis Miñarro)- en una decisión tan audaz como brillante del jurado presidido por Tim Burton acompañado, entre otros, por el director español Víctor Erice.
La película tailandesa, proyectada el pasado viernes, es una auténtica joya del cine moderno: una bellísima historia de fantasmas que, contrariamente a muchas de las otras proyectadas este año, no rendía pleitesía a ningún pasado cinematográfico, sentando las bases de lo que debería ser el cine de vanguardia del futuro. Enigmática, visceral, divertida y sin precedentes directos imaginables, la película de Apichatpong ejecuta un nuevo salto mortal frente a lo que representaba su anterior filmografía -las viscerales y poéticas Tropical Malady y Syndromes and a Century-; un perfecto ejemplo de lo que debería ser la libertad creativa, asumiendo riesgos en el mismo abismo de la narratividad cinematográfica -la película está repleta de derivas, circunvalaciones y líneas de fuga- sin renegar jamás a su particularísimo mundo interno (algo por lo que muchos críticos en la inopia jamás entendieron su cine). En definitiva, un triunfo para el cine (moderno, sí, pero también de todos los tiempos) que sitúa, por fin, de forma unánime, a su realizador en el justo lugar que se merecía.
No podía ser de otra manera: el cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul ha resultado el máximo triunfador en la 63ª edición del Festival de Cannes con la magnífica Uncle Boonmee who can recall his past lives -película con coproducción española a cargo de Eddie Saeta (la productora de Luis Miñarro)- en una decisión tan audaz como brillante del jurado presidido por Tim Burton acompañado, entre otros, por el director español Víctor Erice.
La película tailandesa, proyectada el pasado viernes, es una auténtica joya del cine moderno: una bellísima historia de fantasmas que, contrariamente a muchas de las otras proyectadas este año, no rendía pleitesía a ningún pasado cinematográfico, sentando las bases de lo que debería ser el cine de vanguardia del futuro. Enigmática, visceral, divertida y sin precedentes directos imaginables, la película de Apichatpong ejecuta un nuevo salto mortal frente a lo que representaba su anterior filmografía -las viscerales y poéticas Tropical Malady y Syndromes and a Century-; un perfecto ejemplo de lo que debería ser la libertad creativa, asumiendo riesgos en el mismo abismo de la narratividad cinematográfica -la película está repleta de derivas, circunvalaciones y líneas de fuga- sin renegar jamás a su particularísimo mundo interno (algo por lo que muchos críticos en la inopia jamás entendieron su cine). En definitiva, un triunfo para el cine (moderno, sí, pero también de todos los tiempos) que sitúa, por fin, de forma unánime, a su realizador en el justo lugar que se merecía.