Image: Todos los asesinos del presidente

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Cine

Todos los asesinos del presidente

Robert Redford estrena 'La conspiración'

2 diciembre, 2011 01:00

Robert Redford y James Mcavoy durante el rodaje.

Más que la elaborada disección de una teoría conspiratoria, la película de Robert Redford se resuelve en los terrenos del drama judicial.

En ciertas películas, la historia prosigue más allá del ancho de pantalla. Los rótulos finales con los que algunos directores deciden explicar el destino de sus protagonistas no son siempre meramente expeditivos. A veces tienen por finalidad transformar la percepción del espectador, reformular la historia que acaba de ser contada. David Cronenberg inserta al final de Un método peligroso un rótulo que nos obliga a contemplar la película desde otros términos. De algún modo, la información del trágico destino de Sabina Spielrein (asesinada junto a sus hijas por los nazis) ya estaba presente en el filme, en la propia interpretación de Keira Knightley, aunque la película se centre en un tramo muy anterior de su vida. Algo similar ocurre en La conspiración, el nuevo trabajo de Robert Redford detrás de las cámaras. Un rótulo final indica que el protagonista del filme, el abogado Frederick Aiken (James MacAvoy), se convertiría con el tiempo en el primer director local del Washington Post.

Este detalle no es banal. Nos traslada directamente a una película que ya ha cumplido 35 años, Todos los hombres del presidente (1976), y que ha marcado a fuego el determinante activismo político en la carrera de Robert Redford. En filmes propios y ajenos como Los tres días del cóndor (1975), Brubaker (1980), Un lugar llamado milagro (1988), Juego de espías (2001) o Leones por corderos (2007), Redford ha convertido la pantalla en el espacio desde donde denunciar con el prototípico espíritu liberal norteamericano todo aquello que no tolera de la esfera política. En el mítico filme de Alan J. Pakula, Redford interpretaba al joven Bob Woodward, uno de los reporteros del Washington Post que destapó el caso Watergate. El paralelismo entre Woodward y Aiken viene en cierto modo a cerrar un círculo en la filmografía del legendario actor y director californiano. El rótulo final lleva el mismo mensaje que el impertinente sonido de las máquinas de escribir que, sobre un discurso presidencial televisado, clausuraba la película de Pakula: la prensa no será silenciada.

El abogado Eiken es, al principio de La conspiración, un héroe del bando unionista que acepta a regañadientes defender el caso de Mary Surrat (Robin Wright Penn), juzgada por conspirar en el asesinato de Abraham Lincoln del 15 de abril de 1865. El drama judicial que pone en escena el filme relata cómo el joven Aiken, enfrentado a su primer caso judicial importante, evoluciona más allá de sus prejuicios iniciales -un yanqui defendiendo a una confederada en un tribunal militar poco después del fin de la Guerra de Secesión- para acabar convencido de la inocencia de Murray, y sobre todo de su inalienable derecho a una defensa limpia y a un juicio justo y transparente. Igual de impulsivo, brillante y fluvial que el abogado interpretado por Tom Cruise en Algunos hombres buenos (1992), Aiken encarna así el joven texto constitucional americano, violentado por los poderes fácticos precisamente en el juicio por el homicidio de quien se proclamara "el jefe del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo".

"Todos saben que Abraham Lincoln fue asesinado por un actor que se llamaba John Wilkes Booth -explica Redford-. Pero lo que la gente ignora es la vasta y compleja conspiración que había detrás del asesinato". Efectivamente, poco después de que Booth disparara a la cabeza de Lincoln en el teatro Ford de Washington, ocho personas fueron capturadas y acusadas de conspirar contra el presidente, el vicepresidente y el secretario de Estado. Ninguna de ellas era Wilkes Booth, que logró escapar a caballo del lugar del crimen, y la única mujer entre ellos era Mary Surrat, dueña de la pensión donde su hijo John (Johnny Simmons), el autor del magnicidio (Toby Kebbell) y otros insurgentes se reunieron y planearon los asesinatos simultáneos. Los primeros compases del filme dramatizan con detalle histórico y pulso narrativo el asesinato de Lincoln -verdadera representación icónica del imaginario colectivo estadounidense-, para después ilustrar en un tosco montaje de encadenamientos la captura de cada uno de los acusados. Son apenas los primeros diez minutos de una película que supera las dos horas de metraje.

La conspiración se propone a partir de entonces articular cinematográficamente un enigma aún no resuelto de la historia de Norteamérica, y que todavía hoy genera encendidos debates entre historiadores: ¿Estaba Mary Surrat al corriente de los atentados? Es más, ¿participó en la conspiración?. "La película no aborda una sola conspiración, sino varias. Está la del asesinato, desde luego, pero también existe una maquinación guiada por el oportunismo político", sostiene Redford. Con todo el pueblo americano en su contra, y frente a la necesidad de la nación de cerrar heridas y recomenzar de cero tras la cruel y larga contienda, Surrat se enfrenta a un juicio adulterado, presidido por el propio Secretario de Estado que fue gravemente herido, influido por presiones políticas exigiendo un veredicto de culpabilidad que castigara de forma ejemplar y contundente (la horca) cualquier señal de insurgencia. El impulso crítico y la mirada profundamente patriótica de Redford -atributos que compartía Todos los hombres del presidente- se encarga de alumbrar esta lectura de la historia.

Es precisamente la política del miedo diseminada a lo largo del filme -las insurgencias rebeldes, la amenaza de una nueva guerra y hasta la propagación de la fiebre amarilla- lo que Redford se propone verdaderamente explotar en su octavo largometraje. Más que la elaborada disección de una arriesgada teoría conspiratoria alrededor de un magnicidio presidencial -como hizo Oliver Stone en la magnífica JFK (1991)-, La conspiración se resuelve en los territorios genéricos de un drama judicial que trata, más allá de su solvente teatralización, sobre las prácticas anti-americanas que de hecho los americanos son los primeros en poner en práctica cuando se sienten atacados como colectivo. "La historia está repleta de grandes relatos que a menudo parecen hablarnos del presente", dice el director, señalando así las perversas resonancias históricas que su película despierta con las no tan lejanas políticas de represión y eliminación de libertades del Gobierno de Estados Unidos en un contexto de tensión social.

Hay algo que inevitablemente se le echará en cara a La conspiración. Su extremo, casi militante academicismo. La pulcra factura y la didáctica transparencia que exhibe el filme -confiriéndole en ocasiones el aspecto propio de un docudrama del History Channel- aleja por completo a Redford de los tiempos transformadores que vive el audiovisual, pero encaja a la perfección con el lema -"Witness History"- de la primera producción de The American Film Company. Esta compañía, creada por el empresario de Chicago Joe Ricketts, ha nacido con la intención de representar de forma precisa y detallada -es manifiesto el esfuerzo llevado a cabo en los departamentos de guión, vestuario, escenografía y diseño de producción- diversos capítulos emblemáticos de la memoria histórica de Estados Unidos. El protagonizado por Frederick Aiken y Mary Surrat es el primero de una lista de intenciones que contempla la dramatización de otras historias-símbolo del patriotismo americano como las protagonizadas por el abolicionista John Brown o el pionero de la Revolución Americana Paul Revere.

"The American Film Company acudió a mí por la experiencia que tengo en el tipo de cine que ellos querían hacer", explica Redford. Y es que al espectador familiarizado con la obra de Redford no le extrañará encontrarse con una película tan dependiente de la palabra, que se apoya en una clásica estructura narrativa organizada en dos bloques. Si en este caso, la representación del juicio y la dramatización de los hechos mediante flash-backs (respetando el punto de vista de los diversos testimonios) forman el montaje alterno sobre el que Redford organiza el relato, debemos recordar cómo en su anterior filme, Leones por corderos, también confiaba en una estructura dialéctica similar. Entonces, el método discursivo que empleaba el filme tenía por objeto poner a debate la intervención norteamericana en Afganistán e Irak, lo que resultaba en un intercambio de réplicas y contrarréplicas (entre un senador y una periodista, entre un profesor y un alumno y entre dos soldados) que parecía sacado de un educado debate estudiantil. La conspiración no se aleja mucho de esta fórmula lexicalizada, si bien cabe preguntarse a día de hoy cuánta efectividad puede seguir teniendo el talante demócrata-liberal de un método (y un cine) tan superado.