Carey Mulligan, John Goodman y los hermanos Coen a su llegada a la proyección de Inside Llewyn Davis en Cannes
De momento, y probablemente hasta que termine el festival, los hermanos Joel y Ethan Coen son los que más expectativas han generado entre la crítica internacional acreditada en el certamen. Mucha prensa se quedó fuera del primer pase de
Inside Llewyn Davis, padeciendo el aguacero que encharcó la Croisette durante el viernes y el sábado (18 horas ininterrumpidas de lluvia), protegidos bajo una coreografía de paraguas más propia de Johnnie To que de Jacques Demy. Empujones, codazos, malas caras. Pero
los Coen devolvieron la sonrisa al espectador con el encanto y el humor que destilan en su evocación musical del barrio neoyorquino del Greenwich Village en 1961, centro de la bohemia musical justo antes de que la canción protesta de Bob Dylan prendiera con versos de fuego el escenario del folk tradicional. La historia de este primer filme circular de los Coen (que empieza y termina del mismo modo y en el mismo sitio, en el mítico The Gaslight Café... que significó para el genio de Minnesota lo que The Cavern para los Beatles), concebido como una odisea desprovista de épica alguna -de hecho, las similitudes más manifiestas hay que establecerlas con
Oh Brother-, es sin embargo otra, la oscura y olvidada, la que no colisionó con los huracanes del éxito y quedó fuera de la foto. El filme se empapa así de esa alegre desesperanza tan esencial en las comedias de los, estos también, poetas de Minnesota.
Exhiben de nuevo los Coen su legendaria astucia y lucidez narrativa para relatarnos el vagabundeo del ficticio cantautor Llewyn Davis -una especie de avatar de Dave Van Ronk, interpretado con esplendor por Oscar Isaac -, que da tumbos por la ciudad de sofá en sofá, de bolo en bolo, de contrato en contrato, en busca de su integridad artística... y de un gato naranja, causante de muchas carcajadas.
Inside Llewyn Davis añade otra crónica del loser americano a la valiosa filmografía coeniana, y aunque en términos cómicos no escala las cimas de
Barton Fink,
El gran Lebowski y
Un tipo serio -aunque hay algo de todas ellas-, no por ello deja de proponer una experiencia deliciosa, plenamente disfrutable, y con varios momentos para el recuerdo. Uno de ellos nos lo entrega la estrella de la serie
Girls, el actor Adam Driver, en la grabación en estudio, junto a Justin Timberlake, de un tema folkypop dedicado a Mr. Kennedy. La mayoría del humor, de hecho, procede de la música que, obviamente, juega un destacado lugar en el filme. Pero como el resto de la función, no recibe un tratamiento reverencial por parte de los Coen, sino un tributo semiparódico, entre el encanto y el patetismo, con emulaciones caricaturescas de Peter, Paul and Mary, Pete Seeger o The Clancy Brothers entre otros.
Justin Timberlake, Oscar Isaac y Adam Driver en Inside Llewyn Davis
En
Inside Llevyn Davis, los autores de
Fargo se las ingenian para hacer converger su peculiar universo tragicómico con el retrato ambiental de un período cargado de misticismo en la historia cultural americana. Los personajes no son ni reales ni históricos (la breve aparición de Bob Dylan es apenas como una sombra, un espectro desenfocado), aunque los emulen con simpatía -como al productor Albert Grossman o al compositor Doc Pomus, en la piel de John Goodman-, sino absolutamente coenianos, que podrían perfectamente pulular por cualquiera de sus películas más diletantes.
Hay tiempo en el periplo de Llewyn Davis también para embarcarse en una tenebrista, surreal road-movie en un viaje de ida y vuelta al hogar y al interior del protagonista (un auténtico
nowhere man), y a su modo el filme no deja de responder a la estructura de la
Odisea (el imposible regreso al hogar) que los Coen han adoptado en varias de sus obras. Los fantasmas de la América de Eisenhower conviven con el florecimiento de las libertades (la liberación femenina vía aborto clandestino, en el personaje más desafinado de la función, interpretado por Carey Mulligan), esbozando el amable retrato, libre de nostalgias, de un entretiempo de inminencia revolucionaria bajo el espíritu del absurdo.
Kore-eda y Desplechin, misterios y fracturas de la paternidad
Compiten también por la Palma de Oro los nuevos trabajos del japonés
Hirokazu Kore-eda, autor de las obras maestras
Nadie sabe y
Still Walking, y del francés Arnaud Desplechin, otro viejo conocido del festival francés, donde ha presentado trabajos tan desafiantes y personales como
Reyes y Reina o
Cuento de Navidad, los dos de sus ocho largometrajes que se han estrenado en España.
Ambas películas, aparte de abordar el tema de la paternidad desde vertientes bien distintas, se fusionan en admirable cohesión con sus respectivas obras, pero probablemente no reemplazarán a los logros más memorables de sus magníficas filmografías. En todo caso, son ambas películas notables muestras de su talento y trascendencia en el cine contemporáneo.
Masaharu Fukuyama en Like Father, Like Son
En el sensible y emotivo drama
Like Father, Like Son, Kore-eda regresa a su interés por el ámbito infantil y las relaciones filiales, como si refundiera algunos elementos de sus mejores películas. De hecho, el filme, aunque no alcance el mismo estatuto, bien puede formar un consecuente díptico con
Still Walking, planteándose cuestiones similares pero con un planteamiento más anecdótico y un desarrollo menos sólido. La premisa narrativa plantea un dilema extraordinario, sobre cuyo eje se sostiene toda la materia dramática (con algunos desvíos cómicos) del filme, subrayando sus intersecciones emocionales. Sendos matrimonios descubren que sus hijos, ya con seis años de edad, fueron intercambiados por una negligencia del hospital el día que nacieron. Ambos han crecido en familias de procedencia social muy diferenciada (el padre "triunfador", acostumbrado al éxito profesional y la competitividad social, y el padre "perdedor", que mantiene una relación más cercana y cariñosa hacia su hijo), se han criado bajo valores y normas bien distintos. ¿Qué paso es el que deberían dar ahora? ¿Recuperar a sus verdaderos hijos biológicos? ¿Olvidarse de los niños que han educado a lo largo de seis años?
Semejante circunstancia, que coloca a ambos matrimonios en un verdadero callejón sin salida, conduce al autor de
Nadie sabe a
plantearse algunas cuestiones cuya respuesta, al final del filme, quedan todavía en el aire, a expensas de cómo cada espectador negocie con ellas. ¿Qué te convierte en un padre? ¿La filiación biológica o la relación que estableces y el tiempo que pasas con tus hijos? Por su limpia, sensible proyección hacia la ternura y el humor,
Like Father, Like Son habrá probablemente despertado la fascinación del presidente del jurado, Steven Spielberg, pues pocos cineastas como el japonés tienen el talento y la capacidad para bordear las fronteras del sentimentalismo y salir airoso del envite. A pesar de su esquematismo narrativo, lindando a veces con los brochazos melodramáticos de un telefilm, y aunque en determinado momento pareciera que la película da varias vueltas sobre sí misma, acierta al centrarse en el personaje más interesante del drama, sumando complejidad al relato y proponiendo un hermoso y conmovedor trayecto hacia la redención, cargado de comprensión y humanismo.
Benicio Del Toro y Mathieu Amalric en Jimmy P.
Desplechin traslada su obsesión por la psiquiatría y el desmembramiento familiar al contexto norteamericano en
Jimmy P. (Psicoterapia de un indio de las llanuras), protagonizada por su actor fetiche, Mathieu Amalric, y por Benicio del Toro. Inspirándose en el ensayo
Realidad y sueño, del doctor Georges Devereux, Desplechin se traslada al final de la Segunda Guerra Mundial para poner en escena la peculiar relación médica y de amistad que Devereux mantuvo con el indio ‘pies negros' Jimmy Picard, un veterano de guerra que sufre misteriosos desórdenes neuronales. "Siempre me siento como que voy a desplomarme, pero nunca lo hago", dice Jimmy P. para explicar su perpetuo estado anímico. En sus encuentros,
terapeuta y paciente se embarcan en una exploración a mitad de camino entre la antropología y la psiquiatría por la memoria y los sueños que, como si fuera una mezcla entre una investigación policial y un informe clínico (actividades no tan distintas entre sí), va desgranando las causas profundas de los trastornos del paciente -asociadas al matriarcado familiar y a una hija que, como cantaba Hank Williams, "llama a otro hombre papá"- al tiempo que resuenan los traumas y fantasmas históricos y culturales de Estados Unidos.
Dos películas recientes vienen repetidamente a la mente a medida que
Jimmy P. va desbrozando su investigación:
Un método peligroso, de David Cronenberg, y
The Master, de Paul Thomas Anderson. Sin duda la película más controlada y modulada del francés, tejedor de frenéticos y exuberantes carruseles con constantes citas al cine clásico,
Jimmy P. se fundamenta en la palabra y el recuerdo en escenas formuladas a partir de la dialéctica y la representación de sueños. Del Toro y Amalric, genuinos
outsiders dentro y fuera del filme, entran en pulcra sintonía en las largas, numerosas y teatrales escenas donde comparten plano, desarrollando un íntima amistad y admiración mutua que trasciende la relación convencional del analista y el analizado, y sostienen el corazón dramático de
una película que podría haber jugado más con la formalización estética, pero a la que no se le puede reprochar ni su sutil sentido alegórico ni su extraordinario, preciso tratamiento narrativo.