Image: El triunfo de los personajes imperfectos

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Cine

El triunfo de los personajes imperfectos

28 octubre, 2013 01:00

Nora Navas, ganadora del premio a mejor actriz de la Seminci, en un fotograma de Todos queremos lo mejor para ella.

Crear personajes, esa es una de las grandezas del cine. Personajes de carne y hueso, imperfectos, nobles en sus virtudes y detestables en sus defectos, pero al fin y al cabo humanos, reconocibles y por supuesto "queribles" es una de las cosas más maravillosas que puede hacer una película. Una familia de Tokio, de Yoji Yamada, no era quizá el mejor título de la Seminci pero sí el menos discutible, el más universalmente apreciable y quizá por ello ha ganado una, en cualquier caso, justa Espiga de Oro que reconoce el mérito de un filme que nos devuelve la historia clásica de Ozu en Cuentos de Tokio en todo su esplendor. Conocemos el argumento, una pareja de ancianos de la provincia va a pasar unos días a la capital para ver a sus tres hijos y sus nietos. Cada uno de ellos hace su vida, tratan de estar atentos, a veces se despistan o se enredan en sus propias vidas aunque quieren a sus padres. Es una buena película capaz de emocionar a todo el mundo y puede ser un gran éxito cuando se estrene a finales de noviembre.

Ha sido esta una edición marcada por memorables personajes y por historias que hacen del humanismo su bandera. Muchas de ellas, a partir de la figura del convaleciente. La Espiga de Plata ha sido para una película irlandesa notable, Run and Jump, de Stephen Green. Cuenta el regreso a casa de un hombre en sus treintaymuchos que acaba de tener un ictus cerebral. Le espera su mujer y sus dos hijos. Fueron un matrimonio sólido, enamorado, y la esposa debe enfrentarse al reto de cuidar a un hombre disminuido que se pasa la vida viendo documentales sobre animales y trabajando en el taller con figuras de madera inverosímiles. En medio, un psicólogo estadounidense que se ha traslado a vivir con la familia para realizar un estudio sobre el marido enfermo. Poco a poco, pasa de ser un extraño a un elemento clave de la familia y despunta un romance con la aturdida mujer. Todo esto lo cuenta Green sin aspavientos ni truculencias, muy atento a las emociones y los sentimientos de una familia formada por buenas personas. No es una película perfecta, la historia del adolescente gay acosado por sus compañeros de colegio queda demasiado desdibujada, pero está contada con sensibilidad e inteligencia.

La figura del "tarado" después de un ictus vuelve a aparecer en Matterhorn, en la que vemos a otro hombre, en sus 50, disminuido y amante de los animales. En este caso, inicia una peculiar relación al mismo tiempo casta pero romántica con un hombre solitario con el que se traslada a vivir. Estamos en la campiña holandesa, un lugar de costumbres rígidas marcadas por el servicio religioso dominical y la aversión a lo extraño. El director, Diederick Ebbinge, construye una película emotiva y extrañamente profunda sobre la soledad y la necesidad de afecto, sobre las borrosas fronteras que separan el cariño del amor y el peso de la sociedad sobre nuestros actos, sobre cómo los prejuicios pueden destruir algo hermoso y puro. Como Run and Jump, es una película sutil, honesta, que muestra sin subrayar, es una película profundamente humana, más inteligente de lo que pueda parecer a primera vista, una defensa apasionada a la moralidad de todo aquello que nos hace felices.

Y nos volvemos a encontrar a una mujer marcada por la enfermedad, Nora Navas, que ha ganado como mejor actriz por la película Todos queremos lo mejor para ella. Interpreta a una abogada de clase media alta que ha sobrevivido a un accidente. En este caso, mantiene la cabeza intacta, uno casi diría que ha ganado en lucidez después de la tragedia, pero tiene dificultades para moverse y para hablar. Poco a poco, descubre que la vida que tenía en realidad no le gustaba y un mundo de coonvenciones pequeñoburguesas en el que se sienta atrapada. Navas es una actriz excelente y es lo mejor de la película.

Otro disminuido, en este caso emocional, en La reconstrucción, un filme extraordinario, una enorme sorpresa, que ha ganado el premio FIPRESCI. El argentino Juan Tarauto (No sos vos soy yo) se pasa al drama para relatarnos la redención de un personaje cincuentón amargado por la muerte de su esposa y el alejamiento de su hijo. Si el cine es el arte de la sintesis, la primera escena, en la que pasa de largo por delante de una mujer accidentada sin inmutarse, es un prodigio de riqueza expresiva. El protagonista (inmenso Peretti) visita a un viejo amigo durante sus vacaciones. Su carácter hosco asusta a su familia. De forma inesperada, el amigo muere y Peretti revela toda su grandeza. Es un viaje al reconocimiento de la propia humanidad, la historia de un personaje encerrado en sus demonios que descubren mediante el afecto lo que le une a otras personas y a sí mismo. Memorable.

Decía el director, Javier Angulo, que quería un festival con estrenos propios. Fue un error. Si Berlín, San Sebastián e incluso Venecia tienen dificultades para conseguir películas en primicia de calidad, la Seminci tiene muy difícil, por no decir imposible, competir en ese terreno. Lo más inteligente es lo que ha vuelto a hacer, pescar en los grandes certámenes, no necesariamente en sus secciones oficiales pero sí en sus muchos vericuetos, y crear una selección sólida, sin desdeñar por supuesto los hallazgos propios, que también los ha habido.

La polaca Papusza ha sido una de las grandes triunfadoras. Los directores, el matrimonio formado por Joanna Kos-Krauze y Kkrhzystof Krauze, han ganado el premio a la dirección, Zbigniew Valerys, como mejor actor, un premio incomprensible porque no sale demasiado en la película ni su trabajo es especialmente memorable. Es, de todos modos, una bella película. Trata sobre la Papusza del título, una gitana polaca con talento para la poesía rechazada por los suyos cuando su obra comienza a triunfar más allá de su comunidad y es acusada de traidora por haber revelado los secretos de una comunidad ancestral que prefiere vivir encerrada en sí misma. Lo mejor del filme es su extraordinaria fotografía en blanco y negro y sorprende que no haya ganado precisamente ese premio.

El galardón a la fotografía ha sido para otra película notable, Night Moves, de Kelly Reichhardt, en la que el excelente trabajo de cámara otorga una densidad y dimensión poética a cada plano. Trata sobre tres chavales ecologistas y bienintencionadas que vuelan una presa para protestar por lo mal que va el mundo. Sin querer, matan a una persona, una de las activistas comienza a sentirse culpable, los otros temen que los traicione. Es un filme apasionante en el que la grandeza de los ideales se enfrenta a la miseria de los seres humanos cuando se sienten atrapados. Jesse Eisenberg, protagonista, hace un gran trabajo y el dilema moral al que se enfrentan se refleja de forma angustiosa en su rostro. Es una película que plantea un dilema moral en toda su crudeza y lo resuelve con inteligencia. Una muy buena película.

El premio más incomprensible es el de guión para Agnes Jaoui por la infumable Au bout du conte (Al final del cuento), otro retrato de la burguesía de provincias a cargo de su directora que establece un paralelismo entre los cuentos clásicos y una historia de amor contemporánea entre dos jóvenes. Es aburrida hasta decir basta, una película que confunde la bonhomía con lo cursi.

No solo las películas mencionadas, ha habido más buen cine esta Seminci. La marroquí Zéro nos traslada a esa Casablanca negra y oscura que conocimos en otra película proyectada en el festival, Casanegra. Es una ciudad angosta, cruel, dominada por el crimen y la corrupción, en la que los poderosos se comportan de forma impune y los pobres sirven como víctimas de sus dantescos caprichos. A ratos parece demasiado deudora de sus referentes y uno ve la huella de Tarantino, Scorsese o el Crash de Paul Haggis con demasiada claridad. El final es tramposo. Pero Zéro tiene sangre en las venas y ofrece un retrato valiente y demoledor de un país fascinante acosado por mil contradicciones. Otro filme notable, Metro Manila, de Sean Ellis, un thriller con personalidad y fuerza ambientado en los bajos fondos de Manila que te mantiene clavado a la butaca. Marina, de Stijn Conix, un biopic sobre una estrella de los años 50 que ofrece un verosímil y emotivo retrato de las migraciones europeas de la época. The Canyons, de Paul Schrader, una película marciana con un extraño poder de fascinación. Short Term 12, de Destin Cretton, que ha ganado el premio del público, sobre el viaje de autoconocimiento de una chica que trabaja en un centro de acogida de menores. Y lo nuevo de Víctor Erice, Cristales rotos, un emocionado rescate de la memoria de los ex trabajadores de una fábrica portuguesa de tejidos que llegó a ser la más grande de Europa. Walesa, la esperanza de un pueblo, de Andrzej Wajda, un biopic notable sobre una figura fundamental del siglo XX. Y el documental Plot for Peace, de Carlos Agulló, un adictivo retrato de las bambalinas del fin del apartheid que se devora como un thriller. Y Gente en sitios, de Juan Cavestany, una comedia maravillosa y terriblemente inteligente.

Me cuenta una de las empleadas del cine en el que veo muchas de las películas que los espectadores de la Seminci le sacan el polvo a las butacas que acumulan durante el resto del año. Realmente impresiona ver salas a reventar para ver películas sin estrellas de Hollywood que no tienen más armas que la de contar buenas historias. Ojalá ese polvo no hubiera que quitarlo una vez al año. En cualquier caso, excelente, apasionante Seminci.