Image: De crepúsculos y yihadistas

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Cine

De crepúsculos y yihadistas

Mike Leigh se sumerge en las tempestades interiores del pintor J.M.W. Turner y el mauritano Sissako entrega un valioso western yihadista

15 mayo, 2014 02:00

Una imagen del filme de Mike Leigh.

El alquimista de la luz y los paisajes marinos, J.M.W. Turner, encierra una de las paradojas más fascinantes del arte, una aparente contradicción común a varios creadores. Su superlativa sensibilidad para volcar las inflexiones de las sombras y los matices cromáticos del mundo en un lienzo parece entrar en conflicto con una personalidad arisca, grotesca y aparentemente insensible al devenir de las hombres, empezando por su familia. "¡Humanos!", exclama con desprecio y desesperanza el pintor que prefirió siempre retratar montañas, barcos, olas y crepúsculos antes que seres humanos. No parece fácil hacer convivir bajo la misma piel al hombre que no vertió una lágrima por su hija muerta al poco de nacer, al que explotaba sexualmente a su criada y exhibía una personalidad tan burda como esquiva, con el pintor que atrapó como nadie los rostros de la naturaleza, que convirtió sus tormentos interiores en salvajes tempestades sobre el océano. Esa personalidad compleja y fascinante es la que Mike Leigh sabe retratar con paciencia y sabiduría en Mr. Turner, probablemente la película más ambiciosa (también más cara) de cuantas ha rodado el autor de Tupsy Torvy y El secreto de Vera Drake, también filmes de época y épica.

Para el artista grotesco, seminal precursor del modernismo como bien insiste la película, Mike Leigh, autor también del guion (aunque asegura que rodó prácticamente sin guion), encuentra un símil evidente. De la cabeza de un puerco corta al primer plano del pintor mientras le afeita su padre. El catálogo de gruñidos con que Turner dará respuesta a lo que ve y escucha a lo largo del filme -centrado en sus últimos 25 años de vida- y el rostro porcino de Timothy Spall (enorme, candidato a Palma) no harán sino reforzar la analogía. Profundamente afectado por la muerte de su padre, quizá la piedra filosofal del filme (y la personalidad del artista), vemos a Turner invertir sus años finales en viajar y pintar, visitar prostíbulos y presumir de anárquico en la Academia de las Artes, pasar sus días y noches con una aristócrata viuda junto al mar o rechazar la irrechazable oferta de un millonario por comprar toda su producción. Desde la alabanza que le dispensa la realeza a las parodias del pueblo, su profunda soledad siempre está presente. También su inteligencia.

Con todo su pictoricismo y ritmo sosegado, a medida que avanzan las dos horas y media de Mr. Turner, nos sentimos más cerca del retrato de un artista hibridado con el estudio pictórico (pongamos por caso el Van Gogh de Pialat o el Pollock de Ed Harris) que de un biopic de corte y confección, diseñado para "ilustrar" al espectador (pongamos por caso Sobrevivir a Picasso, de James Ivory o Frida, de Julie Taymor). El cineasta británico encuentra el modo de conducir el crepúsculo de Turner, que pinta con sobriedad y cierto engolamiento, a un terreno familiar en su obra: el sentido del humor que nace de lo antiestético, las relaciones humanas determinadas por secretos y mentiras, la rebeldía inherente de los personajes. No estamos frente a una obra mayor, seguramente no formará parte de ninguna filmografía esencial, pero Mr. Turner esquiva los peligros más letales de este tipo de producciones de prestigio -todos de los que no huye, sin ir más lejos, Grace de Monaco, película que inauguró ayer el certamen-, generalmente cortadas por el academicismo y la banalidad. Aunque posiblemente más frío y emocionalmente neutro de lo que hubiéramos esperado, Mr. Turner es un filme empapado de belleza y tocado por la inteligencia, un retrato de pincelada fina con un intérprete en estado de gracia enfrentado probablemente al mayor desafío de su carrera. Leigh también ha pintado un hermoso crepúsculo.

Timbuktú, de Abderrahmane Sissako Una imagen de Timbuktú, la película del mauritano Abderrahmane Sissako. "Quien sabe retratar montañas, sabe retratar a los hombres". Creo que fue Ernst Lubitsch quien lo dijo. La película africana que también se ha proyectado hoy a competición comparte igualmente esa cualidad de impresionar el alma de los hombres en los paisajes geográficos que ocupan. En las primeras imágenes, un grupo de hombres armados cabalgan un 4x4 cruzando la sabana africana. Pegan tiros detrás de una gacela. Luego tirotean varios iconos de madera africanos. De Timbuktú, suponemos, poblado de Mali que da título a la película del mauritano Abderrahmane Sissako a competición, uno de los muy contados cineastas del continente negro que ha conquistado notoriedad y prestigio en el cine de autor de proyección internacional. En esta geografía de western pronto descubrimos que la cuadrilla del mal la forman los yihadistas imponiendo su ley en un pueblo tranquilo, donde se canta por las noches y en el aire se respira una felicidad rota. Un hombre con megáfono pregona las nuevas reglas: las mujeres deben cubrirse, llevar calcetines y guantes, no se puede fumar ni beber, y nada de cantar, claro. Bajo una tienda, en las dunas apartadas del pueblo, vive en manifiesta armonía una familia ganadera que ocupará el principal foco dramático del relato cuando el padre asesine accidentalmente a un pescador, abriendo una subtrama casi dostievskana en la película. Mientras tanto, en el pueblo se instala la represión de la fe: se suceden los arrestos, los juicios exprés, las lapidaciones, latigazos y demás prácticas represivas fundamentadas en el islamismo. Hay un vago espíritu de rebelión en la ciudadanía, especialmente por parte de las mujeres. Sissako relata esta hipnótica tragedia inscribiéndola no solo en los elementos propios de un western, con sus estereotipos humanos que pueden rozar el maniqueísmo (pero habría que malintepretar la propuesta para considerarla maniqueísta), sino también como una fábula moral, determinada a encontrar la belleza y el humanismo en un contexto de tiranía y opresión talibán. Timbuktú funciona como un cuento atravesado de un engañoso espíritu naif, reforzado por los bellos paisajismos, la hermosa fotografía empapada de amarillo y rojo. Con aislados toques de un humor siempre elegante que surge de los absurdos fundamentalistas (el vídeo-confesión de un yihadista que fue rapero), con subrayados musico-dramáticos que no perdonaríamos si no ayudaran a establecer el singular tono del film, el cuento también se acaba revelando sutilmente complejo desde la sencillez, incluso la absoluta transparencia. Intuyo que el largometraje de Sissako quedará enterrado bajo el grueso de la competición que está por llegar. Tiene un aire antiguo, su temática no convoca entusiasmos y sus formas nobles no generan impacto. Y es cine africano. Pero sería una lástima, porque es una buena película.