Image: Melodrama con moraleja

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Cine

Melodrama con moraleja

6 junio, 2014 02:00

Aún resuena en cartelera Big Bad Wolves, filme de terror israelí que plantea una metáfora tan sutil como demoledora sobre el conflicto de los judíos con los palestinos. Al respecto el director comentaba que judíos y árabes son hermanos y citaba a Abraham como padre común. El hijo del otro, segunda película de Lorraine Levy, propone otra parábola utilizando ese tronco común aunque con consecuencias mucho menos siniestras que esa película de torturas. El clásico asunto del intercambio de bebés en el hospital, una confusión en medio de una lluvia de misiles que da un hijo hebreo a una familia palestina y al revés, es el origen de un filme no especialmente extraordinario pero resultón cuya obvia moraleja es que al final todos somos humanos.

En su inmortal novela La vida ante sí Emile Ajar ya nos planteaba lo absurdo de las religiones y las identidades monolíticas a partir de la figura de un huérfano que descubre en la adolescencia su verdadera identidad después de haber crecido con las costumbres y los principios del "enemigo". La parábola se vuelve aquí más sangrante porque los jóvenes protagonistas no viven en París sino en Oriente Medio y la diferencia no es sólo teórica, los judíos, como es sabido, viven mucho mejor que sus vecinos palestinos y a explicar esa diferencia de estatus se entretiene buena parte de una película capaz de realizar un retrato convincente de personajes pero excesivamente esquemática en sus apriorismos.

De hecho, El hijo del otro funciona mejor como parábola universal sobre la paternidad que como película sobre el conflicto judeopalestino, ya un género cinematográfico en sí mismo. El "falso" judío es bohemio, atormentado y sensible, su sosias es directo, alegre y concienzudo. Este quiere ser médico, el otro músico. Sobre sus conciencias recae la duda que ha tenido todo hijo, esa sensación que todo el mundo conoce de no haber sido lo que sus padres esperaban que fuera. Ahí Levy maneja con sensibilidad e inteligencia un material dramático muy propio de los culebrones fácilmente convertible en materia lacrimógena. Pero como metáfora política, todo es irreprochable pero demasiado simple: extraña el nacionalismo israelí exacerbado de ese joven artista israelí en un país en el que abundan los críticos con el sionismo y ambos lados poseen los prejuicios de manual que ya conocemos.

En esta simplificación política excesiva, la figura quizá más interesante es la de Bilal, un palestino que odia a los judíos y que al final está más intrigado que otra cosa por saber como son sus demoniacos vecinos. A Bilal pertenece la mejor escena de la película, esa en la que al cruzar al otro lado por primera vez más que rabia o desesperación siente asombro. Nada causa más odio que la ignorancia, viene a decir la directora en una película tan menor como disfrutable que puede servir como introducción al conflicto para los más jóvenes.