Image: Borgman, el sentido fuera de sí

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Cine

Borgman, el sentido fuera de sí

11 julio, 2014 02:00

Escena de Borgman de Alex van Warmerdam

El holandés Alex van Warmerdam apostó por el desconcierto en el Festival de Cannes. Más de un año después, llega a las salas españolas Borgman, donde el director retuerce los significados de la narración cinematográfica en una extraña fábula con alma de comedia cruel.

Borgman sería mucho mejor película si no existiera Funny Games. También es cierto que sólo Funny Games hace posible que una propuesta tan disparatadamente esquinada como la del holandés Alex van Warmerdam tenga sentido. Michael Haneke colocó en el corazón de un mundo estable, razonable, quizá perfecto, la cercana posibilidad de una pesadilla. De repente, la más violenta, salvaje y cruel de las certezas habitaba en un gesto tan cotidiano y vulgar como la amable petición de un par de huevos al vecino.

La estrategia de Haneke, el mejor heredero del Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma, consistía en acosar al espectador, en enfrentarle a la cruda consecuencia de su indolencia. De paso, se trataba de acertar a definir los límites del sentido. ¿Por qué nos molesta tanto ver insatisfechas cada una de las expectativas como dóciles espectadores? ¿Dónde se encuentra la frontera que una vez traspasada añade a la violencia el adjetivo de gratuita? Y así hasta el agobio. Se trata simplemente de provocar la náusea de la reflexión. Van Warmerdam no pretende tanto. O sí.

Un hombre, quizá un vagabundo, quizá el mismo demonio, llega a una casa tan perfectamente burguesa como aquella en la que aterrizaba Terence Stamp en Teorema (otra vez Pasolini). Poco a poco, su presencia pasará de ser accidental a necesaria, de ocasional a perpetua, de amable a insoportable. Tras asesinar al jardinero, ocupará su puesto y allí se quedará a vivir. Tras él, llegarán otros como él. De esta guisa, a medida que avance la película, el invitado se convertirá en dueño; la fábula, en misterio insondable; la brutalidad, en la única forma sensata de comunicación.

El director juega a destruir y volver a montar los códigos más sencillos, los más evidentes, con el único empeño de colocar a la audiencia ante el reflejo especular de una pesadilla demasiado cercana. Lo que empieza siendo un tranquilizador y banal cuento de hadas se convierte en un relato de terror; lo que en un principio adopta las maneras de una inofensiva comedia costumbrista terminará transformado en una terrorífica párabola sobre quizá la arbitrariedad que nos asiste. Todo en Borgman es gratuito, todo arbitrario y, sin embargo, todo plausible. Y eso, cuanto menos, atemoriza. Provoca el pánico hasta la carcajada. El miedo no habita tanto en los hechos simples de la narración como en la duda que suscita, en la sensación de vacío, en la sospecha de la falta de sentido.

De alguna forma, y por seguir trazando líneas con el cine reciente, la película no anda lejos de lo último visto en el cine griego. Canino, Attenberg o Alps, por citar lo evidente, utilizaban una estrategia similar. En los tres casos, se trataba de buscar referentes nuevos al significado de las palabras y gestos más sencillos. Y ello con la no tan lejana posibilidad de desnudar la arbitrariedad de cada una de los comportamientos sociales más vulgares, comunes e indiscutibles de la condición humana.

Alex van Warmerdam hace otro tanto consciente tal vez de que las únicas preguntas pertinentes ahora mismo tienen que ver con la propia posibilidad del sentido. Su propuesta sería demasiado arbitraria si Haneke no hubiera antes quebrado la superficie siempre frágil de lo real, de lo dado, de lo que consideramos educado o normal. Y eso, la herencia Haneke, por complicado que parezca, hace mejor y peor a esta película obligada necesariamente a ir más allá. Todo azaroso, todo perfectamente posible.