La estrella era HAL-9000
El omnividente y diabólico ojo rojo de HAL-9000
2001: Una odisea en el espacio de Stanley Kubrick se proyecta hoy en salas de todo el país. El Cultural habla con el historiador de cine Román Gubern, el científico Manuel Martín-Loeches, el filósofo Jorge Fernández Gonzalo, el escritor David Torres y el cineasta Gabe Ibáñez sobre las cuestiones que plantea esta inmortal obra de ciencia-ficción.
La película se estrenó hace 47 años en el Cinerama Theatre Broadway de Nueva York, y todavía hoy los interrogantes que plantea sobre la evolución, el universo, la inteligencia artificial y el ser humano continúan provocando acalorados debates. ¿Qué representa el monolito? ¿Por qué la computadora HAL es el único personaje que parece tener emociones? ¿A dónde llega el astronauta David Bowman tras ese alucinante y psicodélico viaje? ¿Cuál es el significado de la icónica imagen final? Para dar algo de luz a estas cuestiones, El Cultural ha pedido a varias personalidades del mundo de la cultura que expongan sus impresiones sobre esta obra inmortal del séptimo arte.
Román Gubern, escritor e historiador de cine. En 2014 volvió a editar su Historia de Cine (Anagrama)
Reflexión sobre el origen y el destino del hombre en el cosmos, 2001: una odisea del espacio es a la vez una brillante space opera en su sentido más lírico, pues escamotea algunas explicaciones racionales del libro The Sentinel, de Arthur C. Clarke, su tronco argumental común. Obra maestra de la era de los trucos pre-digitales, su estrella más recordada no tuvo rostro humano, pues fue el ordenador HAL-9000, la máquina más perversa ideada para el cine, con su omnividente y diabólico ojo rojo, que paradójicamente vivió el miedo humano con mayor intensidad que los cosmonautas robotizados que viajaban impertérritos hacia el infinito.
Manuel Martín-Loeches, director de Neurociencia Cognitiva del Centro de Evolución y Comportamiento Humano (UCM-ISCIII)
Curiosamente volví a ver la película hace muy poco, ya que la vez anterior era muy joven, la vi en el cine, y aún recuerdo cómo una gran cantidad de público, la mayoría paracas (chavales haciendo la mili, en Alcalá de Henares) la boicotearon silbando y yéndose enfadados. No la entendían. Para mí el gran protagonista de la película es HAL, el ordenador de a bordo. Y en torno a lo que con HAL sucede, tenemos una grandísima película sobre la consciencia, la voluntad y la libertad del ser humano. Por un lado, se pone en evidencia la posibilidad, que casi todos los neurocientíficos secundamos y hasta soñamos con ello, de que algún día construyamos máquinas capaces de tener no sólo autoconsciencia -que es algo que se está empezando a conseguir ahora mismo- sino voluntad y libertad individual. Para que esto suceda, el individuo tiene que tener deseos, emociones. HAL los tiene. Desea aniquilar, destruir, y parece sufrir cuando éste es a su vez aniquilado. HAL está hecho a imagen y semejanza del ser humano, por lo que no parece casual que la película insista en nuestros orígenes animales y en el uso de la tecnología para satisfacer nuestros instintos más bárbaros.
Los astronautas David Bowman y Frank Poole con HAL al fondo, que no les quita ojo
Jorge Fernández Gonzalo, doctor en Filología y especialista en las imbricaciones de Literatura y Filosofía. Autor de Filosofía zombie.
Contra la lectura "tradicional" de la cinta, el principal problema de 2001: Una odisea en el espacio, no es si las máquinas serán capaces de pensar o de sentir algún día, es decir, si podremos fabricar un objeto tecnológico lo suficientemente sofisticado como para rivalizar con nosotros, sus creadores: en un punto de la cinta, uno de los astronautas le preguntaba a la superinteligencia HAL 9000 si era capaz de sentir emociones. Hal responde que, efectivamente, se comporta «como si así fuera», ya que no cree que nadie sea capaz de alegar, categóricamente, que posee sentimientos auténticos. El verdadero problema, pues, nos son las posibilidades de la máquina, sino las limitaciones de lo humano. Probablemente falte poco para que aparezcan máquinas capaces de pensar, sentir e incluso amar. La pregunta es: ¿estaremos nosotros preparados para cuando esto ocurra?
David Torres, escritor. En 2014 publicó Todos los buenos soldados
Como Stalker, como La Strada, como muy pocas películas más, 2001 de Kubrick es un poema cinematográfico, el séptimo arte llevado a su última expresión. Por eso no importa devanarse los sesos sobre el significado del monolito o el sentido último de la película: es una experiencia sublime que rebasa los sentidos, desde los coros disonantes de Ligeti hasta la eyaculación de colores del salto espacial (una concesión al LSD de la época, quizá el único fragmento que se ha quedado viejo), desde el pecado original de la charca primordial, la charca donde empezó la vida, al silencio solemne del cosmos. La cinta abarca toda la historia humana, del origen al fin, pero lo más humano que aparece en la película, quizá lo único humano, entre simios, planetas, astronautas y máquinas, sea ese computador HAL, paranoico y envidioso, que siente celos y tiene miedo a morir. Su agonía, apagándose luz a luz, como un enfermo de alzheimer, es una de las escenas más terribles y emocionantes jamás plasmadas en una pantalla.
El hueso que esgrime el simio servirá a Kubrick para una elipsis sublime
Gabe Ibáñez, cineasta. En 2014 estrenó Autómata
Vi 2001 por primera vez en el año 89, en un maratón de ciencia ficción de los que hacía el Cinestudio Fantasio de Madrid. Como casi todo lo que para mí realmente vale la pena, resultaba vagamente incomprensible y satisfactoria de una manera bastante rara, en los límites de mis capacidades estéticas e intelectuales. Fue de alguna manera mi primer paso dentro de un tipo de cine que se movía en una zona desenfocada de la experiencia estética. Un tipo narración que de esa manera, exprimía dentro de los límites de lo comercial las posibilidades del lenguaje del cine. Nunca he necesitado que nadie me explicara con palabras "el significado" de 2001. Como casi todo el cine de Stanley Kubrick, esta obra maestra no puede ser sustituida ni explicada por otro discurso que no sea el propio de la experiencia cinematográfica.