José Ramón Fernández
Lluvia monzónica y fascinación por la luz a ritmo de Jesucristo Superstar
28 agosto, 2015 02:00Noche, oscuridad, calor. Cine de verano en la plaza del pueblo. Una de tiros, de amores prohibidos, de aventuras míticas... De Jamón, Jamón a Lawrence de Arabia, escritores, artistas, cineastas, músicos, actores y directores teatrales recuerdan aquí aquella película que vieron en plena ola de calor.
Los cines de verano eran los cines de La Bañeza. Era correr toda la calle de Astorga hasta la plaza para ver los carteles de los cines. Era tragarme todo, desde Kagemusha hasta Recluta con niño. Lo que echaran (¿Qué echan? Era lo que se preguntaba, aunque daba igual).Pero esos no eran cines de verano. Eran cines de verano para mí, madrileñito enclenque en casa de los abuelos. Un recuerdo de cine de verano fue Peñíscola. Elefantiásicos mosquitos-piraña. Ese fue el nombre que se inventó Forges y que definió nuestro verano en Peñíscola en 1977. Yo tenía quince años recientes. Peñíscola era Calabuch y era muchos recuerdos de mis padres, de cuando novios; y el Papa Luna.
Nos dedicábamos a combatir a aquellos mosquitos formidables con guerra química, pero también nos divertíamos con un sistema más silvestre: dábamos vueltas a un pañuelo y lo soltábamos como si fuera un látigo. Como los guerreros indios de las películas, esperaban a que nos durmiéramos y caían sobre nosotros sin piedad. Fue un veraneo desastroso en el que pasaron muchas cosas estupendas. Una fue el cine de verano. Fuimos a ver Jesucristo Superstar, cuya música me sabía de memoria por un disco (una versión anterior a la peli y bastante menos rotunda) que tenía mi padre. Era un cine al aire libre. No nos picaron los mosquitos porque llovió a mares.
Del cine es difícil tener hoy recuerdos concretos, porque las pelis que amamos (y las que no) las volvemos a ver. Pero tengo un recuerdo, además de aquella lluvia de monzón. Un plano de una cueva iluminada por el sol que entraba desde un agujero, muy arriba. Me fascinó. Lo recordé hace poco en el Teatro Valle-Inclán, cuando Ion Anibal usó un HMI para iluminar una escena que estábamos ensayando. De un musical estupendo, voy y me quedo con la luz que ilumina una cueva. Tenía quince años, pero nuestro padre nos había educado los ojos para amar la luz.