En esta Berlinale de checkpoints sanitarios, pulseras de control y aforos limitados, la flojera anímica parece haberse trasladado a una Sección Oficial tan plomiza como el cielo que encapota la puerta de Brandeburgo. Deja uno atrás los restos de un decorado de película postapocalíptica olvidados por un diseñador de producción apresurado —dos autobuses en los que, cada mañana, se practican test de antígenos a la velocidad de una cadena de montaje de la Mercedes Benz— para refugiarse en las entrañas del Berlinale Palast a la búsqueda de algún estímulo que le haga olvidar que los festivales, más allá de la impecable eficiencia con la que se está desarrollando la cita alemana, siguen sin ser lo que eran. Y, alcanzado ya el ecuador de un certamen que entregará sus premios el próximo miércoles, no existen demasiados motivos para pensar que la vida a media asta que enluta el exterior haya tomado posesión del apartado competitivo.
Las buenas noticias las trae un viejo conocido. En Rimini, el austriaco Ulrich Seidl firma la crónica de una decadencia, la de Richie Bravo, un veterano cantante melódico que malvive entreteniendo a jubilados y sacándose un sobresueldo intercambiando sexo por dinero con algunas de sus maduras fans. En esta película atravesada por la muerte, repleta de escenarios espectrales y vaciada de ese glamour que siempre suele ir asociado al mundo del espectáculo, un soberbio Michael Thomas presta su cuerpo hasta adoptar el aspecto de la versión con sobrepeso del Mickey Rourke de El luchador con la voz de Engelbert Humperdinck.
Si bien es cierto que el director de Safari se regodea en exceso en el apartado musical, que la doble vuelta de tuerca final resulta un tanto forzada y que determinados apuntes referidos a la familia del cantante piden un mayor desarrollo —que seguramente llegará en la obra que completará este díptico y que lleva por título Sparta—, no lo es menos que en esta Rimini, a su difícilmente igualable talento para capturar la sordidez le suma un punto de ternura capaz de descolocar a una platea que no espera que después de una escena sexual tan explícita como desagradable, la admiradora a la que el crooner chulea se abrace a su madre que yace postrada justo en el cuarto contiguo.
En el terreno de lo destacable conviene situar la mexicana Manto de gemas, debut en el terreno del largometraje de Natalia López Gallardo, montadora de Amat Escalante, Lisandro Alonso o Carlos Reygadas. Si mencionamos su labor en el campo de la edición es porque resulta clave en esta historia sobre desapariciones en el México rural. La película se abre con tres secuencias interconectadas desde la banda de sonido: en la primera, un plano general sostenido de una zona boscosa nos ofrece un amanecer hermoso, el trino de los pájaros interrumpido por el ruido tosco de los golpes del machete del jardinero; en la segunda secuencia, nuestros ojos escrutan desde el exterior de un ventanal un encuentro sexual que se interrumpe para certificar la defunción de una pareja; en la última, un grupo de niñas disfruta de un baño en una gran piscina.
Tres espacios separados que sabemos que pertenecen al mismo lugar por los machetazos que acuchillan la banda sonora, dando forma a esa idea de rumor que recorre este filme relampagueante, montado a golpes, agresivo sin apelar a la explicitud del cine de los directores mexicanos para los que López Gallardo ha trabajado. Mosaico de retratos femeninos rejuntado por la argamasa del narcotráfico, en Manto de gemas no hay resquicio para esperanza: la mucama de la familia burguesa es la misma que atiende la chabola en la que yacen las víctimas de los secuestros; la agente de policía también es la madre de un aspirante a hampón y la voluntariosa mujer de familia bien que busca justicia terminará siendo objetivo del crimen organizado. Una película arisca, furiosa y demoledora.
La galería de retratos femeninos del apartado competitivo fue ampliándose con Avec amour et acharnement en la que Claire Denis plantea una relación a tres bandas en la que los silencios y la incomunicación se alzan como dos paredes de cristal que impiden que Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) se entiendan, desequilibro amoroso forzado por la aparición de François (Grégorie Colin), expareja de Sara dispuesto a reconquistar un cuerpo que pretende todavía suyo. La directora de 35 rhums abre su película con una secuencia luminosa, romántica, ¿cursi? que busca transmitir la pasión que ambos sienten de manera rotunda. Tras ese impasse de sol y playa, la pareja regresará al hogar y aunque la prolijidad de su arrumaco no disminuya, la luz ya será otra (gris, mortecina, fea) y las barreras empezarán a levantarse entre ella, afamada locutora de radio, y él, jugador de rugby retirado y exconvicto (el balcón de la vivienda como depositario de secretos, el amplio ventanal como una cuchilla que abre el nosotros en un tú y yo).
Denis y su coguionista Christine Angot manejan la información como si administraran cartillas de racionamiento para, en una segunda mitad más desmadrada, con la cámara ajustándose a los vaivenes emocionales de la Binoche, abordar los naufragios de una pareja en la que ella no quiere regirse por las normas que dictan las viejas guías de navegación y él prefiere agarrarse a la tabla de la salvación de la soledad antes que dejarse engullir por un Maelstrom sentimental. Estamos, no obstante, ante una obra menor, con una línea argumental —todo lo referido a la familia de Jean— diseñada como apoyatura para que el desenlace funcione.
La reverencia de Ozon
El personaje de Juliette Binoche bien podría ser el epicentro en el que se originan los violentos terremotos que sacuden a Margaret (Stéphanie Blanchoud), otra mujer incapaz de refrenar sus pulsiones, en este caso vinculadas a la agresión física. Con una estética plana y carente de toda sutileza, Ursula Maier explora en La ligne un conflicto maternofilial entre una pianista ególatra e infantiloide y su volcánica hija mayor que debe permanecer alejada de la vivienda familiar por mandato judicial. ¿La causa? Dejó medio sorda a su madre tras propinarle un (merecido) guantazo. Huelga decir que las interpretaciones de Blanchoud y Valeria Bruni-Tedeschi —en un rol de diva petit-burgeois que domina a la perfección— sostienen la función.
Los conflictos de Nana son muy otros. En la Indonesia de mediados de los 60, entre el temor a la revolución comunista y el ascenso al poder de Suharto, Nana (Happy Salma) ha encontrado una posición acomodada tras una existencia marcada por la pérdida (su padre fue asesinado, se le murió un hijo y su marido desapareció). Casada con un hombre pudiente que le dobla la edad y con tres hijos, se entrega a una vida tan plácida como monótona. La paz que reina en su jaula de oro, ocasionalmente interrumpida por desagradables pesadillas, se verá turbada por la aparición de indicios que apuntan a la infidelidad de su marido. El problema de esta película 'evidentemente' hermosa es que recuerda a Deseando amar, como si Kamila Andini se hubiera estudiado de memoria el filme de Kar Wai y nos hubiera entregado su versión: la espléndida música de Ricky Lionardi, la manera de encadenar los ecos entre el presente y el pasado, la contenida dirección de actores, las pasiones soterradas… El dejà vu es tal que uno no consigue ver la película con limpieza, sin que tan excelso precedente le contamine las retinas.
Quien juega a mirarse en el pasado y lo proclama a los cuatro vientos es François Ozon, que abrió el festival con Peter Von Kant, en la que, utilizando como plantilla el guion de Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, busca una nueva combinatoria en la que el propio Fassbinder se proyecta en un enorme Denis Menochet para cambiarle el sexo a aquel renovador melodrama fechado en 1972. El director francés se distancia ligeramente del original por la vía humorística y, a pesar de la buena utilización del color (del azul al rojo) para reflejar los constantes cambios de humor de un cineasta enfermo de amor y desarbolado por sus adicciones, su propuesta no pasa de ser una anecdótica reverencia hacia uno de sus confesos maestros.
Pongamos fin a este primer repaso con otro juego de espejos, el que el Rithy Panh propone en Everything Will Be Ok, reinterpretación animada de Rebelión en la granja de George Orwell, asistida en todo momento por una voice over con tonalidad de megafonía de supermercado, que arranca como una reflexión sobre los totalitarismos (otra más) y termina confundida en un batiburrillo conceptual en el que la banalización de las imágenes, los males causados por el neocapitalismo e incluso el discurso antivacunas se funden, para incredulidad de quien esto firma. A la salida de la película de Panh, los autobuses para hacerse un test de antígenos seguían en su sitio: a veces, toda precaución es poca.