No está al alcance de cualquier actor pasar de ser San Juan de la Cruz en La noche oscura al mismísimo Franco de Dragon Rapide. Ni mostrarse capaz de convencernos con la chulería de clase del señorito Iván de Los santos inocentes o el torpe cómico de la legua de El viaje a ninguna parte. Esa capacidad transformadora, esa construcción de un personaje desde lo más íntimo a sus expresiones físicas, solo está al alcance de los grandes actores. Y Juan Diego ha sido uno de los grandes de la interpretación española, ya fuera en cine, teatro o televisión. Por algo nuestros mejores directores le reclamaron para papeles tan difíciles, como es el caso, en las películas citadas, de Saura, Camino, Camus o Fernán-Gómez.
Tomo prestado de Pedro Salinas, del nombre de su libro de poemas más famoso, el título de este artículo. O, más bien, de Garcilaso de la Vega, en una de cuyas Églogas se inspiró el escritor madrileño. Porque lo que destacaba especialmente de Juan Diego era su voz, esa voz tan personal que fue haciéndose más ronca con el tiempo, cubriendo su acento andaluz, hasta deteriorarse gravemente en los últimos años. Esa etapa final en la que él se sumergía con serenidad en su "tránsito hacia la nada", convencido de que, cerca ya de los 80 años, le faltaba poco y que pronto sería olvidado, en todo caso recordado como "un chico majo". No, Juan, no, volvamos a Garcilaso cuando aseguraba que "aquel sonido hará parar las aguas del olvido", y así será contigo.
Ver a Juan Diego en la pequeña pantalla del televisor en blanco y negro significaba comprobar el crecimiento, Estudio 1 tras Estudio 1, de un joven intérprete que estaba buscando su lugar bajo el sol. Quien apareciera ante nuestros ojos como un actor algo dubitativo, mejoraba de programa en programa hasta convertirse en pieza fundamental de aquel espacio dramático que tan buen teatro llevó hasta millones de españoles. En obras de muy distinto calado, género y valía, Juan Diego fue transformándose en alguien de referencia por su capacidad de comunicación.
Llegó también la convulsa etapa de los estertores del franquismo, de la huelga de actores, donde Juan llevó la voz (¡otra vez la voz!) cantante junto a Concha Velasco, su pareja de entonces, desde Llegada de los dioses, de Buero Vallejo, en 1971. Esa voz que sobresalía en las asambleas de los teatros o en la sede del Sindicato del Espectáculo, en un paro creciente al que sumó la inmensa mayoría de las actrices y actores españoles de relieve. Habrá que hacer algún día un relato pormenorizado de aquella huelga -como tantas veces ha reclamado Tina Sainz-, que no podrá obviar la fuerza de las intervenciones de Juan Diego, quizá no muy elaboradas pero enormemente convincentes para cuantos, muchos, le escuchaban. La impronta del Partido Comunista, al que él pertenecía, y un evidente dominio escénico lograban milagros a la hora de convencer incluso a los más reticentes.
Dentro del campo cinematográfico, tres Goyas sobre nueve nominaciones logró Juan Diego a lo largo de su carrera: como Mejor actor de reparto por El rey pasmado, de Imanol Uribe, y París-Tombuctú, de Luis García Berlanga, y como Mejor actor protagonista por Vete de mí, en la que le dirigiera Víctor García León, hijo de sus amigos José Luis García Sánchez (el cineasta que más le dirigió) y Rosa León, papel por el que también obtuvo la Concha de Plata de San Sebastián. Lo cito no tanto por mencionar unos premios que seguro que se repiten en cuantos artículos se escriban sobre Juan, como para destacar que, desde una formación casi autodidacta, fue convenciendo a unos y a otros de que su labor era fundamental si se quería contar con un actor que traspasase la pantalla.
Sin desdeñar los ataques casi de ira con que abordaba lleno de razón algunas cuestiones, sobre todo políticas, Juan era una persona siempre sonriente, amable, cercana. Con una curiosa peculiaridad, nacida sin duda del continuo ejercicio de memoria que implica su profesión: recordaba sin dudar las caras de quienes acudían a saludarle, o él iba hacia ellos, con el detalle de cuándo se habían visto la última vez y qué temas habían abordado. Era también una de sus facetas del seductor que siempre fue, encaminado tantas veces, sin embargo, a encarnar personajes negativos, ya fuera un inquisidor capuchino, un dictador, un padre pusilánime o un explotador cuyo ahorcamiento era siempre saludado por el aplauso del público de Los santos inocentes. Cuando a Juan le preguntaban por esa facilidad para interpretar a los "malos", siempre decía que en esos momentos sacaba a relucir "al fascista que todos llevamos dentro".
Con el fallecimiento de Juan Diego se ahonda en la incesante desaparición de una generación de actores y actrices que nos van dejando. Ellas y ellos han formado un "imaginario" con el que hemos sobrevivido miles y miles de espectadores a lo largo de muchos años. Sí, es ley de vida y esos espectadores también iremos diciendo adiós. Pero cuando un intérprete muere, se nos va siempre, y más en este caso, una voz irremplazable.