Sofia Coppola rescata a 'Priscilla' de la jaula de oro de Elvis Presley en un delicado 'biopic'
La esperada aproximación de la cineasta a la mujer del cantante traza el auge y caída de una relación desigual, con abusos psicológicos y más virtual que efectiva.
13 febrero, 2024 02:22De Lost in Translation (2003) a The Bling Ring (2013), pasando por María Antonieta (2006), la filmografía de Sofia Coppola puede verse como un sensible estudio de la experiencia del privilegio, tratado como un objeto de fascinación, pero también como una fuente de melancolía. Bajo este prisma, Priscilla, la esperada aproximación de Coppola a los años que Priscilla Ann Beaulieu Wagner (Nueva York, 1945) compartió con Elvis Presley, debe entenderse como la enésima prueba de la solidez y cohesión del imaginario de la estadounidense.
Un componente autoral que ya aflora en la imagen inaugural del filme: un plano-detalle de los pies de la protagonista, con las uñas pintadas de rojo, andando sobre una alfombra rosada. La estampa alumbra tanto la belleza de Priscilla como su alienación. De hecho, la primera vez que Coppola filma el rostro de su heroína, la mirada inocente de la joven contrasta con la imposición de unas pestañas postizas, que aparecen acompañadas de objetos que decoraban Graceland, la jaula de oro de Elvis. Como suele ocurrir en el universo de Coppola, el preciosismo de Priscilla esconde una realidad doliente; en este caso, la lucha de una mujer cosificada por el mundo del espectáculo que debió sobrellevar soledades y traiciones antes de rebelarse contra el sometimiento.
Para retratar esta odisea privada, Coppola se retrotrae hasta el inicio de la relación entre una joven Priscilla y Elvis, cuando él ya era un icono. La película, cocida a fuego lento, presenta los preámbulos del affair como un cuento de hadas, en el que la directora de Las vírgenes suicidas (1999) pone toda su delicadeza al servicio del retrato de la inocencia de Priscilla, a la que da vida una quebradiza Cailee Spaeny. Fiel al punto de vista de su nueva musa, Coppola permite que el espectador comprenda el embelesamiento que llevó a Priscilla a convertirse en la muñeca particular de Elvis, a quien encarna Jacob Elordi.
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Luego, siempre atenta a los detalles, Coppola elabora un agridulce escaparate de gestos sombríos. El desequilibrio en la relación —de edad, estatus económico y bagaje vital— es tan abismal que el único destino posible es la disfunción. Más aún cuando la figura de Elvis deviene un conglomerado indescifrable de sensualidad y puritanismo.
Desde la perspectiva de género, Priscilla podría enmarcarse en una corriente de películas contemporáneas que exploran el anhelo sexual femenino, satisfecho y liberador en Pobres criaturas, censurado y traumatizante en Creatura. Lo que ocurre es que Coppola, mucho más comedida que Yorgos Lanthimos y Elena Martín Gimeno, vuelca sobre su protagonista un instinto de protección que no permite que Priscilla fulgure en sus vertientes dramática y sociopolítica. La cineasta perfila la terrorífica normalización de una situación de abuso psicológico, pero su pudor acaba convirtiendo el filme en una redundante oda al desamparo de la protagonista.
Debilidad por el pop
Priscilla alcanza una cierta elevación gracias a las filias cinéfilas y melómanas de Coppola, como cuando se recuerda el Nuevo Hollywood de la mano del vibrafonista Erik Charlston y su versión del tema Gassenhauer de Carl Orff, que animó las imágenes de Malas tierras (1973) de Terrence Malick. O cuando la cineasta da rienda suelta a su debilidad por el pop, invocando el I Will Always Love You de Dolly Parton en uno de los momentos climáticos del filme. Sin embargo, ninguna de estas alianzas fílmico-musicales logran maquillar el vacío que deja la ausencia de temas originales de Elvis, cuyos derechos no fueron cedidos para la película.
Concebida como un filme de alcoba, Priscilla traza el auge y caída de una relación más virtual que efectiva, del encanto y la magia inicial a un ocaso marcado por la drogadicción de Elvis y, sobre todo, por la condena al encierro que sufrió Priscilla. Una crónica prendada de sentido y sensibilidad, pero algo carente de garra emocional.
Cilla, una relación imposible
Priscilla Beaulieu era una adolescente de 14 años cuando Elvis Presley la conoció en la base estadounidense de Wiesbaden (Alemania) gracias al soldado Currie Grant, que la llevó en 1959 a su piso alquilado de Goethestrasse (de la cercana Bad Nauheim). Hijastra del oficial Paul Beaulieu, la belleza de Priscilla, “Cilla”, como comenzó a llamarla, representaba todo lo que Elvis buscó en su vida: el amor familiar evaporado con la muerte de su madre Gladys un año antes.
No tardaría el intérprete de Love Me Tender en cortar la relación con Anita Wood, a la que conoció en Memphis en 1957. Pero Priscilla no pertenecía al mundo de Elvis. Pese a lo que podía parecer, no le gustaba la ostentación (admitía, resignada, regalos como el Ford Corsair rojo o la pistola de empuñadura de nácar que llegó a llevar en el sostén). Tampoco pertenecía a su galaxia musical. Menos aún encontraba su lugar entre la ‘mafia de Memphis’ atrincherada en Graceland.
Priscilla odiaba la locura cósmico-espiritual que atrapó al de Tupelo (la obligaba a leer libros esotéricos) y huía de la adictiva afición de Elvis por las anfetaminas y los barbitúricos. Otro tanto ocurría con sus relaciones sexuales. Tampoco en la cama parecían ponerse de acuerdo. "Él se negaba a tener sexo completo con ella, aunque ella quería hacerlo. En lugar de eso, la hacía vestirse con su uniforme escolar y luego le sacaba fotos polaroid sexis. El resto del tiempo, veían la televisión en la cama", desvela Ray Connolly en Ser Elvis. Una vida solitaria (Alianza) refiriéndose a sus primeros años de pareja. Desde luego, no ayudaban sus infidelidades. La más sonada fue con la actriz Ann-Margret. La boda en Las Vegas (1967), el nacimiento de Lisa Marie (1968) y su divorcio (1972) solo fueron fechas centrifugadas por el mayor agujero negro de la historia del rock. Priscilla, 'Cilla', supo escapar a tiempo.
J. López Rejas