100 años de Marlon Brando: el actor total, el gran seductor
Celebramos el centenario del intérprete salvaje y melancólico que alcanzó la gloria en los 50 y realizó tres papeles magistrales en los 70.
3 abril, 2024 01:36Dentro de la eterna disputa de si un actor es grande porque se acopla a todos sus personajes, o son estos los que quedan incorporados a su personalidad, en el caso de Marlon Brando no hay debate: es él quien subsume cuantos personajes se le encomendaron, ya fueran trabajadores manuales, jóvenes inconformistas, capos mafiosos, emperadores de la selva o los mismísimos Emiliano Zapata, Marco Antonio o Napoleón Bonaparte. Brando siempre era Brando por encima de ellos, como si su rostro, su cuerpo entero, sus actitudes y gestos quedaran penetrados por los seres de ficción que él encarnaba.
La fortuna para Marlon Brando comenzó el 3 de diciembre de 1947, en el neoyorquino Teatro Ethel Barrymore, con el estreno de Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams, dirigida por Elia Kazan. Su labor como el jornalero polaco Stanley Kowalski supuso toda una revelación por la sinceridad, fuerza, incluso fiereza con que lo desempeñó.
Características que se repetirían cuatro años después en la versión cinematográfica de la obra, también dirigida por Kazan, que daría a conocer al mundo a aquel potente actor de camiseta de tirantes y maltratador de su cuñada, Blanche DuBois.
Entre Piscator y Adler
Pero, contra lo que suele creerse, no era Un tranvía llamado Deseo el primer trabajo para la pantalla de Brando. Meses antes ya hizo Hombres, de Fred Zinnemann, donde personificaba a un soldado parapléjico a consecuencia de heridas de guerra. Precisamente él, que había sido expulsado de la Academia Militar de Shattuck por su mal comportamiento, rechazo que le llevó hasta Nueva York en 1943, donde su hermana mayor Jocelyn le contagió el interés por la interpretación.
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Desde entonces, sus clases con el maestro Erwin Piscator y, sobre todo, con Stella Adler, a la que también encontraría en el Actors Studio, conformaron la entidad artística de ese veinteañero, nacido el 3 de abril de 1924 en el seno de una familia bastante desestructurada de clase media de Omaha, en el Estado de Nebraska. En ese caldo formativo, representando lo que la crítica Pauline Kael definió como “una reacción contra la obsesión de la posguerra por la seguridad”, Brando halló su camino.
Un camino de gloria en sus primeras películas, donde a las ya citadas seguirían inmediatamente ¡Viva Zapata!, de Kazan, sobre guion de John Steinbeck (1952); Julio César, del maestro Joseph L. Mankiewicz (1953), con su discurso como Marco Antonio que demostraba que Brando sabía recitar y no solo farfullar sus palabras; Salvaje, de László Benedek, realizada el mismo año, en la que incorporaba a aquel Johnny que se convirtió en símbolo de motoristas antisistema; y de nuevo con Kazan en La ley del silencio (1954), a través de cuyo protagonista, Terry Malloy, el cineasta expurgarba la mala conciencia que sentía por su delación de colegas durante el macartismo, y con el que Brando lograría su primer Oscar.
Se diría que entonces Hollywood, contra el que el actor había despotricado una y mil veces, se fue apoderando progresivamente de él mediante títulos tan diversos como la recreación napoleónica Desirée (1954), el musical Ellos y ellas (1955), las “orientalizantes” La casa de té de la luna de agosto (1956)y Sayonara (1957), y el intento de humanizar hasta cierto punto a un oficial nazi que significaba El baile de los malditos (1958), con un sorprendente Brando teñido de rubio.
Finalizaba con estos títulos su vertiginosa década de los 50, previa a su único paso a la dirección con el peculiar y revisable “western” El rostro impenetrable, ya en 1961, después de que Stanley Kubrick renunciase a dirigir un filme que lograría la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.
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Envuelto en arriesgadas actitudes sobre minorías raciales y derechos civiles y, sobre todo, siendo pasto de la prensa sensacionalista por sus relaciones amorosas (Anna Kashfi, Movita, Tarita y María Cristina Ruiz fueron las mujeres que le dieron una decena de hijos), la trayectoria artística de Brando parecía declinante en esa década de los 60.
Penn, Chaplin, Huston...
Pero incluso en ella tiene actuaciones sobresalientes como el sheriff Calder de La jauría humana, de Arthur Penn (1966), junto a un joven Robert Redford; el millonario Ogden Mears de la despedida del cine de Charles Chaplin, La condesa de Hong Kong (1967), que llevaba los rasgos de Sophia Loren, y, en idéntico año, especialmente el comandante Penderton de Reflejos en un ojo dorado, de John Huston, para muchos su mejor interpretación hasta ese momento, en lo que coincidía el propio Brando.
Su oportunista Sir William Walker de Queimada, poderoso relato político sobre el colonialismo trazado por Gillo Pontecorvo en 1969, servía de pórtico a las tres magistrales, y radicalmente distintas, interpretaciones de Brando en la década de los 70: el “capo de los capos” Don Vito Corleone, de la primera parte de El Padrino, de Coppola (1972), con la que obtuvo su segundo Oscar, aunque se negó a recogerlo personalmente en protesta por la manera en que Hollywood había tratado al pueblo indio; el desgarrado y trágico Paul de El último tango en París (1972) que realizó genialmente Bernardo Bertolucci en esa misma fecha, y aquel coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979) que reinó en lo más profundo de la selva.
Entre estas tres obras maestras, el “divertimento” (un poco caro, cobró 3,7 millones de dólares por unos minutos de película) de Superman (1978), en el papel de Jor-El, padre del superhéroe del planeta Krypton.
La filmografía restante de Marlon Brando, hasta su fallecimiento en 2004, no estuvo ni de lejos a la altura de esos títulos recién citados. En todo caso, cabe mencionar su breve trabajo como abogado defensor en Una árida estación blanca, de Euzhan Palcy (1989), única ocasión en que fue dirigido por una mujer y en la que intervino por su denuncia del apartheid, obteniendo con ella la sexta de sus nominaciones a los Oscar dentro de una trayectoria de cuarenta títulos. Y la curiosidad de que en la mediocre Cristóbal Colón: El descubrimiento, de John Glen (1992) encarnase nada menos que a Torquemada.
La mayoría de sus últimas películas tuvieron solo una utilidad económica para sufragar los gastos de su isla tahitiana. Se la había ganado, especialmente cuando, además de sus potentes inicios interpretativos, recordamos su imperecedero trío de la década de los 70.
Genio del 'método' del Actors Studio
Fundado en 1947 por Elia Kazan, Cheryl Crawford y Robert Lewis, el Actors Studio ha ejercido una influencia decisiva en el teatro y cine norteamericanos. Su sistema de trabajo es lo que habitualmente se conoce como “el método”, caracterizado por una fuerte interiorización de los personajes en las propias vivencias de los actores, que deberán profundizar al máximo en ellas para dotar de verdad sus interpretaciones.
Partiendo de las enseñanzas del teórico ruso Konstantín Stanislavski, que incorporó en la década de los 30 el Group Theatre, serían Stella Adler y Lee Strasberg —director por un amplio periodo, desde 1951, del Actors Studio— quienes, además de Kazan, llevasen al máximo sus principios.
Prácticamente, desde su creación todos los actores de primera fila de la escena y el cine de Estados Unidos han pasado, con mayor o menor intensidad, por su sede neoyorquina: Marlon Brando, Montgomery Clift, James Dean (a quien Brando consideraba el mejor alumno), Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe, Paul Newman, Jack Nicholson, Jane Fonda, Robert De Niro, Al Pacino, y un larguísimo etcétera que se extendería por todos los países, donde “el método” acabó imperando de manera casi hegemónica.
Pese a contar con muchos detractores, partidarios de teorías de interpretación menos ancladas en la “psique” y las experiencias personales, lo cierto es que, sobre todo en el periodo 1950-1990, el uso del “método” ha aportado actuaciones realmente memorables.