Adam Driver y Laurence Fishburne, en 'Megalópolis'

Adam Driver y Laurence Fishburne, en 'Megalópolis'

Cine

'Megalópolis', la nostalgia futurista de un megalómano Francis Ford Coppola

Llega a las salas la discutida película del último coloso de la gran pantalla, que todavía es capaz de capitalizar su grandeza pretérita y proyectarla hacia el futuro.

27 septiembre, 2024 01:49

En abril de 1977, sumido en el caótico rodaje de Apocalypse Now (1979) en Filipinas, Francis Ford Coppola escribió un categórico memorándum que informaba de lo siguiente a los trabajadores de su productora: “Nadie tiene ningún poder en esta compañía. La autoridad solo pertenece a una persona: a mí. American Zoetrope se definirá pura y simplemente por estas palabras: yo y mi trabajo”.

Más allá del deje narcisista del comunicado, Coppola manifestaba un ardiente deseo de autoridad y autonomía creativa. Y lo interesante del caso es que este autoindulgente reclamo de libertad artística coincidió en el tiempo con el florecimiento, en la mente del autor de El padrino (1972), de un proyecto fílmico tan seductor como atrevido. La película en cuestión tardaría unos años en responder al título de Megalópolis, pero, según el diseñador de sonido Richard Beggs, Coppola ya tenía claro que anhelaba trasladar a la América moderna una historia épica protagonizada por figuras del Imperio Romano.

La célebre anécdota del memorándum aparecía recogida en el esencial volumen 50 años de cine norteamericano, donde Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon describían a Coppola como “el último de una estirpe de cineasta visionarios, apasionados y excesivos, conscientemente megalómanos, cuyos más gloriosos representantes serían David W. Griffith, Erich von Stroheim y Orson Welles”.

Este triunvirato de colosos temerarios del cine americano puede ayudar a perfilar la personalidad del filme que nos ocupa. Y es que Megalópolis, la nueva creación de Coppola, se empapa del espíritu quijotesco de Welles mientras compone un ácido y grotesco retrato de la sociedad yanqui, a la manera de Avaricia (1924) de Von Stroheim. Aunque el parentesco más íntimo se establece entre Coppola y Griffith, el padre del cine narrativo.

“Ambos cineastas comparten idéntica ambición, una ambición inmensa y a menudo frustrada por superar el cine de su época”, señalaban Tavernier y Coursodon. En este sentido, no sería descabellado imaginar Megalópolis como el episodio futurista que faltaba en Intolerancia (1916), en la que Griffith trazó un monumental recorrido por la intransigencia y la redención humanas desde la antigua Babilonia hasta el siglo XX.

Cinco décadas después de germinar en el imaginario de Coppola, Megalópolis no ha perdido la capacidad de “superar” el cine de nuestra época. En un tiempo en el que Hollywood se aferra a los estertores de la fórmula superheroica, Megalópolis emerge como una obra inclasificable. De hecho, el propio Coppola ha comparado la creación de su nueva película con la de Apocalypse Now, no tanto por su turbulenta realización sino por la idea de transitar un sendero creativo cargado de hibridaciones e incertidumbre.

Si Apocalypse Now se presentaba como un filme bélico contaminado por imágenes surrealistas y evocaciones del terror conradiano, Megalópolis se sitúa en un punto equidistante e impensado entre la comedia satírica, el drama romántico, la ciencia ficción utópica, el cine de catástrofes y el noir de tonos metalizados.

La decadencia de occidente

Desbordante y deslavazada, Megalópolis –una superproducción en la que Coppola ha invertido más de 100 millones de dólares de su bolsillo– despliega una fábula futurista en la que Nueva Roma, un trasunto de Nueva York, ha devenido, en pleno siglo XXI, un reflejo de la decadencia de la civilización occidental.

La gran urbe, colmada de corrupción y vulgaridad, aparece coronada por tres figuras antagónicas: el alcalde Cicero (Giancarlo Esposito), inspirado en la figura del político y retórico romano Marco Tulio Cicerón; el banquero Hamilton Crassus III (John Voight), un avatar del adinerado general Craso; y Cesar Catilina (un histriónico Adam Driver), que remite a Lucio Sergio Catilina, un militar romano que fue vilipendiado por sus políticas contrarias a la clase dominante y por su supuesta implicación en un complot para destruir la República.

En Megalópolis, Catilina es un arquitecto que aspira a reconstruir Nueva Roma empleando la energía limpia de un material llamado Megalon, y Coppola no tiene reparos en presentar a este magnánimo y genial personaje como su evidente alter ego.

Pero Megalópolis no se contenta con ilustrar una feroz y muy shakespeariana lucha por el poder, sino que también imbrica dos historias de amor problemáticas: la que protagonizan Catilina y la hija de Cicero (Nathalie Emmanuel), que podría verse como una relectura de Romeo y Julieta; y la que todavía une al protagonista con su esposa fallecida, un hilo narrativo que evoca el mito de Orfeo y Eurídice, y también la Rebeca (1940) de Alfred Hitchcock. Este abigarrado cóctel narrativo aparece además aliñado por un sinfín de citas de filósofos y poetas, de Ralph Waldo Emerson a Jean Jacques Rousseau, de Safo a Petrarca, pasando por Ovidio.

Aubrey Plaza, en la película

Aubrey Plaza, en la película

Los diálogos de Megalópolis invocan el alud de cultismos que caracterizaba el cine de Jean-Luc Godard, con el que la película comparte una preocupación por una cultura occidental golpeada por la barbarie y el culto a la ignorancia. Desde su atalaya creativa y financiera, Coppola pretende revelar la deriva autodestructiva puesta en marcha por los proyectos conjuntos del neocapitalismo y el populismo político, y pone toda su esperanza en el espíritu cívico de los artistas visionarios… como él mismo.

El resultado final de la noble tarea que emprende el director de Drácula de Bram Stoker (1992) es notoriamente desigual, dado que Megalópolis deviene el producto de dos impulsos desmedidos: el deseo de su autor por mostrar todo lo almacenado durante décadas de fulgor creativo, y la confianza que pone Coppola en un tipo de actuación visceral y hasta cierto punto improvisada (un trabajo heterodoxo, próximo a las ideas del “Método”, del que sale triunfadora Aubrey Plaza, que da vida a la femme fatale del filme, y cuyos límites ejemplifica el siempre sobreexcitado Shia LaBeouf).

En todo caso, más allá de su brocha gorda y sus desequilibrios, Megalópolis resplandece como un enérgico catálogo de varios de los intereses centrales de la obra de Coppola, de la complejidad de los vínculos familiares a la fragilidad de los lazos románticos, aunque el corazón del filme es ocupado por la relación entre el individuo y el tiempo, en sus acepciones personal e histórica.

¿Cómo abrazar el tiempo cuando su transcurso parece conducirnos a la catástrofe? ¿No sería aconsejable parar el tiempo para considerar hacia dónde vamos como sociedad? En Megalópolis, un personaje formula una máxima fundamental: “Los artistas jamás pueden perder el control del tiempo”. Y aunque, a sus 85 años, es posible que Coppola ya no maneje el “tempo” de sus escenas como antaño, el último coloso de la gran pantalla todavía es capaz de capitalizar su grandeza pretérita y proyectarla hacia el futuro.

Megalópolis

Dirección y guion: Francis Ford Coppola.

Intérpretes: Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Aubrey Plaza, Shia LaBeouf, Jon Voight.

Año: 2024.

Estreno: 27 de septiembre