Llega la película de terror que arrasó en Sitges: infanticidio contra la depresión femenina en la Austria del XVIII
- Veronika Franz y Severin Fiala componen un sobrio retrato de expiación en 'El baño del diablo', la película austríaca candidata al Oscar. “Es un viaje hacia el infierno”, dicen los directores.
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En la Europa de los siglos XVII y XVIII, quienes querían matarse cometían asesinatos para ser ejecutados. Tras confesarse limpios de pecado, esperaban entrar en el cielo evitando la condenación eterna que esperaba a los suicidas. La mayoría eran mujeres y sus víctimas, niños y ancianos. Hay más de 400 casos documentados solo en regiones de habla alemana, pero el fenómeno ha quedado reducido a un asterisco en los libros de historia. Hasta ahora.
La escucha de un pódcast donde se empleaba el término suicidio por poderes hizo levantar las orejas a los directores austríacos Veronika Franz (1965) y Severin Fiala (1985), que han convertido aquella curiosidad ligada al dogmatismo religioso y a la depresión femenina en folk horror. Su recreación, titulada El baño del diablo, se convirtió en la gran triunfadora del pasado Festival de Sitges, con el Premio a la Mejor Película, el de la Crítica y el del Jurado Carnet Jove.
“En nuestro proceso de documentación accedimos a registros judiciales e interrogatorios donde estas mujeres detallaban sus esperanzas y sus sueños. Sus existencias no han trascendido así que filmar sus vidas se convirtió en una necesidad: queríamos devolverles la voz”, argumentaba Fiala en la pasada Berlinale, donde el filme participó en la Sección Oficial.
En su cuarta película compartida, el tándem de realizadores perfila el retrato psicológico de Agnes, una mujer de 1750 que contiene todas las penurias que afrontó su género en el medio rural de Alta Austria. Con una vida marcada por los tabúes y la devoción, el trabajo duro en el campo y el deber de ser madre, no poder concebir y ser objeto de desprecio.
Malestar en el espectador
En esa profusa investigación recabaron aspectos truculentos del periodo que confieren un mayor malestar al visionado. Al surtido fantasmagórico de brumas, acantilados y ruinas se suman la extracción clandestina de falanges de los cuerpos ejecutados a modo de reliquias y amuletos, el jolgorio tras la decapitación de las infanticidas, que culmina en baile e ingesta de la sangre que brota de sus cuellos y tratamientos contra la depresión que pasan por practicarse una incisión en el cuello y atravesarlo con vello o infligir cortes en vacas y cabras y ensuciar las llagas con barro para infectarlas, ya que así la superstición dictaba que se expulsaba el veneno y la herida en el alma cicatrizaba.
Del mismo modo que su anterior proyecto conjunto, Buenas noches, mamá (2014), El baño del diablo se enmarca en un selecto grupo de películas cuyos espantos transcurren a plena luz del día, como en ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976) y Midsommar (Ari Aster, 2019). No obstante, la luz brinda poco refugio a su protagonista, ya que predominan los interiores lóbregos.
“Queríamos seguir a Agnes en su viaje hacia el infierno, así que el filme empieza con una boda luminosa para ir profundizando en el cine de terror haciéndola deambular por un bosque denso y encerrándola en una casa ominosa”, explica Franz.
La intención de rodar una película sombría los llevó a una zona fronteriza de Baja Austria con la República Checa, muy empobrecida, con casas de la época que nunca han sido rehabilitadas, de ventanas muy pequeñas y en las que la única iluminación procedía del fuego del hogar.
“Fue todo un reto, porque no queríamos luz digital. Rodamos en 35 milímetros, que no es una película muy sensible. Al final se convirtió todo en una locura porque, a pesar de ser de día, el equipo tenía que usar linternas y medidores de luz”, cuenta Severin Fiala.
El diseño del vestuario también estuvo marcado por esa autoexigencia para procurar la inmersión del espectador en una turbia película de época. Observando con detenimiento, se puede reparar en remiendos o agujeros en las prendas, que quedan estrechas u holgadas, nunca se acomodan al cuerpo ni lucen nuevas.
La directora explica que adquirieron ropa de segunda mano. No querían prendas de museo, añade Fiala, “sino las que vestiría la gente normal, que dieran la sensación de haberse heredado de madres a hijas, pasado entre hermanas. De ahí que nunca sean de sus tallas. Queríamos ser perfectamente imperfectos”.
Fiala y Franz aseveran que El baño del diablo es un viaje al pasado para abrir debates sobre un presente marcado por la enfermedad mental y la coartación del libre albedrío. Y ambos coinciden: “Si hace cuatro siglos la opresión procedía de la fe, ahora el origen de las ansiedades y turbaciones está en las redes sociales, donde se cohíbe la libertad de expresión con intimidación y hostigamiento”, en palabras de Severin, y las dinámicas del capitalismo, “que somete a mucha presión y provoca cuadros de depresión”, concreta Franz.
La una termina la frase del otro, el otro ultima la reflexión de la una. La pareja de creadores transmite una complicidad más propia de una relación fraternal o de amistad estudiantil que la habitual entre dos personas pertenecientes a diferentes generaciones. Entre ambos hay una diferencia de 20 años de edad y un vínculo forjado gracias “a un feliz accidente”.
Severin fue canguro de los hijos que Veronika comparte con el también director austríaco Ulrich Seidl. El realizador de títulos tan sórdidos como Dog Days es tío de Severin y, además de El baño del diablo, ha producido otros dos largos de su mujer y su sobrino: su ópera prima a cuatro manos, Kern (2012), que fue un intento de documental sobre el irascible actor y director Peter Kern, y la citada Buenas noches, mamá, una cinta de terror psicológico protagonizada por dos hermanos que dudan sobre la identidad de su progenitora cuando regresa a casa vendada tras una operación de cirugía estética.
“A Severin no le motivaba el dinero sino ver películas, así que en lugar de pagarle le alquilábamos cintas en el videoclub y nos dimos cuenta de que nos gustaban las mismas”, dice Franz. “Compartimos un cerebro. Somos mejores juntos que por separado”, concluye Fiala.