Música

Centenario de Duke Ellington

El gran seductor

2 mayo, 1999 02:00

Desde principios de año, músicos de jazz de todo el mundo, de Ciudad del Cabo a Los Angeles, de Nueva York a Madrid invocan el nombre de un gran patriarca. Se cumplen en estos días los cien años del nacimiento de Duke Ellington, el pianista, compositor y director de orquesta de jazz por antonomasia. Murió con 75 años, y 25 años después sus canciones siguen formando parte del repertorio favorito.

Y hasta se da el caso de que algunos de los más "ellingtonianos" de los temas no se deben a su pluma. Así, "Caravan" y "Perdido", de Juan Tizol, y "Take the A Train", su canción emblema, y tantas más, de Billy Strayhorn. Tanto da, pues cuanto se incorporaba a su orquesta pasaba a formar parte de un universo único y singular que recibió el nombre de "Ellingtonia", precisamente ese territorio musical que hoy siguen visitando instrumentistas de los cinco continentes. Edward Kennedy "Duke" Ellington es uno de los nombres verdaderamente mayores del jazz y del conjunto de la música del siglo XX. Y, ciertamente, parece gozar de buena salud.
A veces, los genios se empeñan en serlo como por casualidad. Edward Kennedy Ellington era un tipo elegante, al que los colegiales ya llamaban "Duke" (duque), con talento demostrado para el dibujo y la pintura. También tocaba el piano. Casualmente, nunca se había entusiasmado con las clases que recibía en casa, pero el día que descubrió que las mujeres bellas sentían la necesidad de situarse bien cerca del pianista, encontró su definitiva vocación. Y no defraudó.

Unido a sus músicos
Desde sus inicios en la música en 1924 hasta su fallecimiento en 1974, Duke Ellington protagonizó una historia ejemplar. Fue el pianista y compositor cuyo instrumento fue la orquesta, una realidad viva, el banco de pruebas inmediato de cuanto salía de su pluma o pasaba al pentagrama, habiendo oído antes la melodía a alguno de sus músicos. Aún en momentos de crisis para las grandes formaciones de jazz, Duke Ellington mantuvo siempre unida a su orquesta, trabajando 52 semanas al año y remunerando a sus músicos como no era costumbre, cumpliendo su máxima: "Para ellos, el dinero, para mí, la diversión". En cuanto a las cercanías del piano, tampoco defraudó. Fue amante reputado, sucesivo y continuo y contó entre los maridos burlados a sus subordinados, los músicos de su propia banda.
Pero tal vez por haber sido pintor, por ser visual, su composición va del expresionismo africanista de los tiempos del Cotton Club al impresionismo descriptivo de algunas de sus piezas y largas suites. Incorporado al jazz cuando éste apenas había estallado, condujo a esta música a su época dorada. Fue el indudable campeón de la fórmula orquestal para esta música, y su originalidad permanente fue liberando avances en la composición, la armonía, el juego de las diversas secciones de la orquesta, la experimentación en las coloraturas y, siempre, el sello personal del solista, esa marca distintiva del jazz como expresión musical. Como es sabido, Ellington componía específicamente para cada uno de sus solistas: "No podrás escribir bien música -afirmó- a menos que sepas cómo juega al póker el hombre que la tocará".

Contar con los mejores
Por eso tuvo, y supo retener en la banda, a los mejores solistas que podía desear, sentir la tranquilidad y la libertad de componer para que esa música fuera tocada por el saxo de Johnny Hodges o el tenor de Ben Webster. Tuvo a los mejores y se conoce una excepción, un músico que rehusó ingresar en la gran formación, Charlie Parker. Duke le hizo una oferta y Parker le pidió una determinada cantidad. La respuesta de Duke fue: "Por ese dinero, toco yo para ti en tu grupo".
Puede verse que Ellington era, también, una inteligencia ejemplar y estaba dotado de un encanto del que tantos y tantos fueron víctimas. Incluido su hijo Mercer, también músico y miembro de la banda, que escribió una biografía malvada de su progenitor, que si no tiene la grandeza de la "Carta al padre" de Kafka no se queda atrás en cuanto a revanchismo filial. El encanto del padre provenía de una inmensa fuerza interior que le hacía una suerte de ser magnético, una capacidad de atracción de la que han dejado testimonio cuantos le trataron. En palabras de su baterista, Sonny Greer: "Había en él una especie de magnetismo inexplicable. En toda mi vida nunca he visto otro hombre igual. Cuando entraba en algún lugar extraño, todo se iluminaba".
Es lo mismo que podemos sentir cuando escuchamos su música, del sonido de la jungla a los bailables, de las suites del pueblo negro en América a los Conciertos Sacros. Una obra tan poliédrica como lo es su personalidad: el pecador de la pradera que a los treinta años había hecho cuatro lecturas completas de la Biblia, el hombre que compone en taxis, trenes y aviones, piezas que ya han mostrado su inmortalidad, el genio sociable aunque reservado al que todos admiraron y pocos pudieron conocer. Durante cinco décadas, Ellington no dejó de fascinar con su originalidad constante: suites orientales, música para el cine y el teatro y, a cada momento, una balada o un bailable tan estremecedores entonces como ahora. Siendo autor de una música de alta sofisticación, Ellington siempre pensó en el público para el que tocaba: su música sirvió para gozar, bailar, brincar y amar. Y es uno de los grandes compositores de este siglo: el mismo al que hoy interpretan Wynton Marsalis con gran orquesta, y Randy Weston a piano solo; el inagotable manantial llamado Duke. Cuanto inventó sigue sonando moderno. Y ya se ve que duradero.