Image: Tamás Vásáry

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Música

Tamás Vásáry

“No soy buena influencia para los estudiantes”

24 abril, 2002 02:00

Tamás Vásáry

El maestro Tamás Vásáry, leyenda viva del piano húngaro, ha conseguido en los últimos años un respeto general por su labor como director de orquesta. Heredero y alumno de nombres míticos como Dohnányi y Kodály, estará el 25 y 26 de abril al frente de la Sinfónica del Principado de Asturias, con obras de Szymanowski y Liszt.

Aunque Tamás Vásáry (Debrecen, Hungría, 1933) es uno de los históricos del piano del siglo XX, como testimonian sus grabaciones para Deutsche Grammophon, su faceta como director se ha potenciado en los últimos años, como refleja su visita reciente a la Sinfónica de Galicia o con los conciertos que dirigirá estos días a la Orquesta del Principado de Asturias y al Coro Príncipe de Asturias en Gijón y Oviedo.

-Usted fue alumno de dos grandes de su país, Dohnányi y Kodály.
-Dohnányi era un genio, con una enorme facilidad para todo, y un compositor maravilloso. Quizá no haya sido bien conocido porque no fue un vanguardista. Era también un pianista increíble, y tenía una memoria fantástica. Miraba una vez la partitura, se iba al piano y tocaba la obra completa. Como tuvo que abandonar el país, sólo me pudo dar unos consejos muy valiosos. No quería que yo fuera un niño prodigio, algo que en cierto modo ya era, porque a los ocho años daba conciertos, pero me insistía en que debía vivir la vida de un niño normal. Si practicaba cuatro horas al día, que lo hiciera sólo una y el resto jugase al fútbol. Era de la misma opinión que Kodály, que decía que un músico no tenía que ser una persona enferma, sino con una buena salud.

-Con Kodály llegó a tener una relación más estrecha.
-Sí, aunque con él no estudié piano sino otras cosas: teoría, música popular. También pude acceder a él en el nivel personal, lo cual no era fácil, ya que era muy hermético. Podía ser muy cortante, y mucha gente le tenía miedo. Era una persona tremendamente aguda, con un enorme conocimiento, y tanto en el plano espiritual como en el psicológico y físico, era muy completo, una especie de gurú. Defendía la idea de que la gente tenía que hacer deporte, él mismo salía a nadar todos los días, incluso en invierno, y leía sus partituras por la calle o por el bosque. Yo estudiaba caminando. Me enseñó mucho sobre la vida. Fue como mi segundo padre.

Jóvenes pianistas
-De algún modo, ¿puede ser usted la cabeza de la generación de jóvenes pianistas húngaros?
-Realmente, no. En 1956, yo y otros pianistas como Peter Frankl, abandonamos el país, y la generación de Dohnányi o de Annie Fischer quedó truncada. Esta última no enseñaba en la Academia de Música, aunque para mí era la mejor pianista, en cuanto a artista del piano me refiero, sobre la tierra. Cuando volví, en el 72, empecé a dar algunas clases magistrales, y probablemente vuelva a hacerlo esta primavera. Pero con la joven generación (Deszo Ránki, Zoltán Kocsis, András Schiff) no he tenido ocasión de trabajar si bien los admiro enormemente.

-¿Se considera un romántico?
-Es una cuestión interesante. Se puede considerar el término romántico en dos caminos. En primer lugar, históricamente; es decir, el siglo XIX, desde Beethoven hasta Brahms, y llegando como mucho hasta Strauss y Mahler. En este sentido, no me considero muy integrado en esta línea, porque el compositor que más he tocado es Mozart, especialmente sus conciertos aunque también las obras para piano solo, y he dirigido más piezas suyas que de ningún otro autor. Pero, en el otro sentido del término, el que implica una emoción en la música, absolutamente sí. Este es mi acercamiento a la música, y no puedo imaginar otro. Hay, evidentemente, un trabajo intelectual, mental, lógico, científico, matemático, pero sólo en cuanto a la ejecución. Cuando amas a alguien, hay una parte física, y el médico puede decirte cuál es tu presión sanguínea, tu pulso. Pero eso no es amor, sino una consecuencia del sentimiento que se está manifestando. Y en la música es igual. Lo más importante en la música es la parte emocional. Si voy a un concierto y veo que la gente no está tocada emocionalmente, es una pérdida de tiempo.

-¿Cuándo necesitó usted dirigir?
-Desde siempre. Mi primera actuación en público fue con un concierto para piano de Mozart, y ya durante los ensayos decidí que quería convertirme en director. Sin embargo, el destino no me lo permitió. Mi padre era político, y siempre estaba en el lugar equivocado. En la dominación germánica le consideraban comunista, y en la época comunista le tenían por alguien de derechas. Esto no era muy bueno para la familia. En el primer Parlamento fue secretario de Estado, luego ministro de Agricultura en el 44, pero después, como era un diputado liberal, fue expulsado del Parlamento y privado de sus posesiones. Tuve que ganar dinero trabajando duramente al piano. Luego, a los 33 años, en 1956, el director de la ópera de Budapest, el marido de Annie Fischer, me invitó a dirigir allí. Hubiese podido debutar, pero con la revolución, mi padre fue encarcelado y tuve que abandonar el país y ayudarle desde fuera. Gané el Concurso "Reina Elisabeth" de Bruselas, lo que me permitió traer a mis padres desde Hungría.

Debut francés
-¿Cuándo volvió a intentarlo?
-Fue bastante difícil. Era la época en que Barenboim y otros empezaban a dirigir, y mucha gente tenía el prejuicio de que no se podían hacer bien las dos cosas. Tuve que esperar hasta 1969 en Francia para obtener mi primera oferta. Inmediatamente abrieron los ojos y empecé a dirigir, al principio orquestas de cámara y poco a poco las grandes orquestas inglesas (Philharmonia, London Symphony, Royal Philharmonic), americanas (Filarmónica de Nueva York, Nacional de Washington, Houston, Dallas) y también europeas (Nacional de París, Suecia, Italia). Pero no tuve una titularidad permanente hasta 1992, cuando me ofrecieron ser director de la Sinfónica de Budapest, con la que el próximo año volveré a España.

-¿Es importante enseñar?
-Es difícil responder a esto. Por un lado, la atmósfera de hablar sobre la música me parece algo muy hermoso, y de hecho realizo una serie de programas para la televisión húngara que tienen una enorme aceptación. Me gusta explicar a la gente el lado humano de los compositores. Pero, honestamente, no creo que yo sea una buena influencia para los estudiantes. Por una parte, creo que podría hacer algo bueno, porque me considero capaz de aportarles algo sobre la auténtica felicidad en la música, sobre la poesía, el mensaje espiritual. Sin embargo, no garantizo que esto sea bueno para sus carreras. Por ejemplo, en una de mis clases magistrales, un pianista se presentó y tocó técnicamente perfecta, sin un solo error, la Gran Polonesa de Chopin. Pero empecé a hablar con él de cosas que eran más importantes que la técnica, como de que Chopin era una persona de una salud débil y, por otro lado, un gran patriota. Cuando escribió la obra, Polonia estaba invadida por los rusos, y en lo más íntimo de su corazón hubiese querido ir a combatir. Por eso en la partitura hay como una visión de Chopin sentado al piano e imaginando la batalla. La volvió a tocar y lo hizo mucho mejor que la primera vez, pero con algunas notas equivocadas.

-¿Se están produciendo demasiados fenómenos perfectos?
-Sí, pero el público tiene que recibir emoción, por lo que prefiere que no sea tan perfecto. El público de hoy tiene muy poco papel en hacer de alguien un artista. A comienzos de siglo, hasta los años 50, el artista ganaba su éxito gracias al público. Cuando Horowitz llegó a Budapest, era un joven de poco más de 20 años, y en su primer concierto la sala estaba medio vacía. Nadie le conocía. Pero cuando terminó el concierto, la sala estaba llena, porque la gente, en el intermedio, avisó a sus amigos, y para el segundo concierto pagaron tres o cuatro veces el precio de la entrada. Ahora es a la inversa. Grabas un disco y luego te presentas en público. Sucede lo mismo en los concursos. Nunca pasas de la primera eliminatoria si no eres un campeón olímpico. Los mejores pianistas que yo he oído nunca hubiesen pasado la primera prueba. En un concurso internacional, había tantos inscritos que la selección se hizo mediante cintas grabadas. Una de las personas que enviaron una cinta y fueron rechazadas escribió una carta, y luego se supo que era nada menos que Artur Rubinstein.