Image: Joan Sutherland

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Música

Joan Sutherland

El mundo de la lírica llora el último telón de ‘La Stupenda'

22 octubre, 2010 02:00

La soprano australiana Joan Sutherland.

Enamoró al público en roles barrocos y se consolidó en el belcanto como una de las más grandes divas de la historia. El Cultural recuerda a la soprano, recientemente desaparecida.

Era una flauta, un pájaro, cualquier cosa extraordinaria. Ante un fenómeno vocal semejante hay que quitarse el sombrero siempre". Son palabras pronunciadas en su día por Alfredo Kraus refiriéndose a Joan Sutherland, La Stupenda, como fue conocida en el mundillo de la lírica. Y es que era un verdadero prodigio esta soprano australiana, nacida en Sidney en 1926 y fallecida el pasado 10 de octubre, a punto de cumplir 84 años.

Sus primeros pasos los dio con su madre Muriel, mezzosoprano aficionada, un timbre vocal que parecía iba a ser el suyo, y los continuó con John y Aida Dickens. A los 22 años estaba ya en condiciones de salir a escena y de enfundarse a la Dido de la ópera de Purcell. Durante algún tiempo cantó en su país conciertos y oratorios; hasta que se trasladó a Londres en busca de horizontes y de perfeccionamiento, que encontró en las clases de Clive Carey, discípulo nada menos que del gran tenor polaco Jean de Reszke, uno de los maestros más finos y musicales de su tiempo. Pareciera que las virtudes de este artista la calaran directamente, y enseguida empezó a mostrar una extraordinaria facilidad para el canto más depurado, labrado con una insólita destreza.

Aún hubo de pasar algún tiempo en galeras, cantando en el Covent Garden papeles secundarios. Se le empezaron a dar oportunidades, en algún caso insospechadas, como la Amelia de Un baile de máscaras, que abordaba con el tinte oscuro de su timbre, pero no con la auténtica naturaleza de su voz, que era cada vez más la de una soprano lírica ancha, con cuerpo y extensión. Participó luego como Condesa de Las bodas de Fígaro y Reina de La flauta mágica, que determinaron sus primeros contactos serios con la música de Mozart, del que grabó en 1959 una impecable Doña Ana con Giulini (EMI).

En aquellos meses se produjo su despegue definitivo hacia el estrellato, tras haber sentado cátedra como Agathe en El cazador furtivo de Weber y haber mostrado curiosas afinidades en personajes poco cultivados más tarde, como Eva de Los maestros cantores de Wagner o Desdémona del Otello verdiano. Apostó en aquel tiempo por escrituras de evidente dificultad técnica, de exigente coloratura, como Gilda de Rigoletto, que grabó dos veces a satisfacción, la segunda (Decca, 1971), al lado de Pavarotti o Alcina de Händel, de la que hacía una verdadera creación, dominando de arriba abajo las endiabladas fioriture que pide esta parte de maga, que registró junto a Berganza (Decca, 1962).

Pronto llegarían los grandes éxitos dentro de la ópera romántica italiana, de Donizetti y Bellini sobre todo; Lucia en primer lugar, tras el triunfo definitivo en 1959, con el Covent Garden como escenario. Distintas grabaciones en estudio y en vivo revelan ese extraordinario arte para la messa di voce, la media voz, los reguladores y la increíble pirotecnia, los saltos de octava, los ataques fulminantes o su manejo de las escalas diatónicas y cromáticas.

Un legato inconsútil, manejado con el máximo apoyo, el fiato adecuado y un control de respiraciones prodigioso precipitaron el definitivo espaldarazo. Su voz, no intrínsecamente bella, hacía verdaderas diabluras y hechizaba. Las notas picadas salían como collares de perlas, unidas y separadas al tiempo, y constituían otra de las facetas de este canto hipnótico y arrebatador. Acaso uno de los puntos oscuros de su estilo fuera una dicción desprovista de la nitidez necesaria para que las palabras fueran siempre inteligibles.

Sutherland hace verdaderas maravillas en Los puritanos o La sonámbula de Bellini (con Pavarotti) y Los hugonotes de Meyerbeer (en el registro de La Scala de 1969). Su arte refinado, pero distante, le impidió brillar con fuerza en algunas partes verdianas, como en el caso de La Traviata, aunque destaca la grabación de 1962 con Bergonzi en la misma discográfica, que le ha dedicado un emotivo obituario en su página web. Rossini fue también un buen campo de actuaciones, particularmente Semiramide. El sello inglés guarda como oro en paño su interpretación con Marilyn Horne. Sutherland grabó asimismo interesantes versiones de Norma y de Turandot junto a Montserrat Caballé que seguro se reeditarán aprovechando la efeméride.